Me desperté con malestar. Algo me había caído mal. Quizás fuera la combinación de comidas picadas desordenadamente entre las narraciones del día; quizás el haber recibido una noticia por correo que me halagaba sobremanera pero que me confundía por su excesiva generosidad; quizás por aquel accidente de avión que me había dejado golpeada ante la inclemencia del destino, ante la lotería que puede resultar ser la vida, por la vulnerabilidad, el azar: una especie de ruleta rusa de la que no podemos sustraernos.
Sentía aquel ruido de turbina, tan monótono, tan grave y que sin embargo no deja conciliar sueño; en esa penumbra, propia de un vuelo nocturno, con la oscuridad cerrada exterior y la luz en la cabina interior apenas insinuada por las imágenes parpadeantes de alguna película enmudecida únicamente sonorizada por algún infante insomne.
Aquel elefante metálico que luce como un simple punto en la trayectoria de un radar en cuyos extremos unos familiares atenderán atónitos la confirmación de su desaparición. Un relámpago, una luz incandescente toca aquel casco para luego sumergirlo en la oscuridad.
Antes de acostarme busqué imágenes en la prensa. Ninguna lo suficientemente morbosa como mantenerme en vela. Será sólo cuestión de tiempo. Y sin embargo, mi pesadilla consiste en ver como algo o alguien me está robando las imágenes de mis sueños. Y como suele ocurrir en el mundo onírico, se iban pero seguían allí, estaban pero no estaban.
Finalmente me despierto. Voy al lavabo y de rodillas intento eliminar lo que queda de aquellas visiones que todavía transitan en el ruta entre mis sueños y la realidad