Aigues-mortes, Francia

A la amurallada Aigues-Mortes se le entra por muchas puertas. Sin embargo, no importa cual se escoja: siempre se llega a unas calles y plazas pintorescas llenas de souvenirs  expuestos y comprados por los miles de turistas que son atendidos por decenas de vendedores. Todos desaparecen en las noches : turistas, vendedores, camareros, mercancías así como miles de helados multicolores,  recuerdos de cerámica rojo-verde-naranja,  camisetas con toros estampados, kilos de paellas, decenas de litros de sangría así como muchas botellas de vin de sable.

Las casas de los lugareños  tienen ventanas. Casi todos están cerradas, como si los locales hubiesen decidido  esconderse de los turistas durante el día y  recuperar sus calles, sus iglesias y sus murallas en las noches. Hay algunas contraventana entre-abiertas, como si desde el interior alguien o algo espiara a los invasores. Ocasionalmente, se encuentra  totalmente  abierta, como por error o por culpa de un vendaval. Pero en cualquiera de los casos, nunca hay señal de vida, nadie jamás se asoma, ni se evidencia movimiento alguno en el interior, el cual se mantiene rigurosamente oscuro. Se podría incluso pensar que detrás de esas ventanas  moran seres de otra galaxia que se divierten observando las conductas repetitivas y absurdas de los turistas; o son humanos de vida eterna que habitan en Aigues-Mortes desde tiempos indefinidos y están aburridos de tratar con los hombres modernos.

Se pudiera incluso pensar que la ciudad es de utilería o quizás un emplazamiento fantasma que aparece de día y desaparece de noche.

Al lado de la muralla, hay una inmensa salina. La sal se vende de día a los turistas, en bellas presentaciones.

Quizás alguien descubra algún día que todo lo que pasa por Aigues-mortes de día es convertido en sal al atardecer y vendido al día siguiente a la nueva marabunta de turistas. Una suerte de reciclaje que explicaría el extraño nombre de este amurallado e insólito emplazamiento marino.