Darwin de cumpleaños

Invitación al cumpleaños de Darwin

Invitación al cumpleaños de Darwin

Al celebrarse los 200 años del nacimiento de Charles Darwin (12 de Febrero de 1809/ 19 de Abril de 1882) , el Natural History Museum de Londres ha montado una bella exposición, la cual estará abierta hasta el 19 de Abril del 2009.

En ella se entretejen la vida personal y la inquietudes científicas de este personaje que ha sido lectura obligatoria a los que venimos del campo de las ciencias aunque no menos fascinante para el resto de los mortales, como bien indica  Antonio Muñoz Molina (anexo artículo).

Darwin inicia sus estudios con intenciones de ordenarse como pastor anglicano pero su amistad y convertirse en seguidor del botánico John Henslow fue determinante en su vida. Al graduarse y regresar a casa, le espera una carta de Henslow que lo invita a participar de la expedición en el HMS Beagle.

Sólo un evento fortuito permite que Darwin se embarque en ese barco. De no haber sido así, quizás la historia de las ciencias sería otra.  Su padre se negó a que su hijo Charles hiciera el viaje; sin embargo, no cerró toda posibilidad: decidió dejar en manos de su hermano la palabra final. El tío de Charles le dió todo su apoyo.

Como en una carrera de obstáculos, el capitán del barco , Robert Fitzroy, había ya conseguido a otro en su lugar. Fue una entrevista posterior, poco menos de un mes antes de zarpar, que se convence  que es el joven Darwin el hombre que quiere a   su lado en esta larga travesía planeada para 2 años.

Fitzroy y Darwin hicieron una gran amistad, basada en gran respeto mutuo. El capitán no le hizo faltar ningún instrumento que pudiera necesitar para sus investigaciones , aun a expensas de su propio bolsillo y él mismo hizo colecciones de animales y plantas que luego fueron de utilidad al propio Darwin quien de paso las consideraba mas organizadas y detalladas que las propias.

Para el momento en el que desembarca en Londres y habiéndole precedido las colecciones que enviaba por delante con cada parada, su fama como gran naturista era un hecho.

Darwin era tan rigulosamente metódico y con mente tan estructurada que hacía listas de pro y contras para las situaciones de difícil solución. Aparece en la exposición la carta donde el hace la lista de las razones para abordar el Beagle y los contra. Igual lista hace, al regresar a Londres, en referencia al matrimonio . Entre los pro:  «una compañía constante y una amiga en la vejez … de cualquier modo mejor que un perro», mientras que entre los inconvenientes anotaba «menos dinero para libros» y una «terrible pérdida de tiempo». Su prima Emma Wedgwood fue la elegida y estuvo a su lado hasta su muerte. 

La exposición se llama «The big idea«, nunca mejor escogido un título. Darwin concibió la teoría de la evolución en el Beagle pero pasaron más de 23 años antes de decidirse a pulicarla. La pensaba y repensaba, le daba forma: tenía la certeza de que se traía algo gordo entre manos y no quería precipitarse.

Fue la llegada a sus manos de una carta de Alfred Russel Wallace quien le pedia que le revisara un artículo: en él, Wallace exponía la teoría de la evolución planteada por Darwin pero nunca publicada!

Se tuvo que llegar a un acuerdo de caballeros que le diera tiempo a Darwin de sumergirse a escribir y publicar «The Origin of Species by Means of Natural Selction«. El resto es hisoria conocida.

Les recomiendo la página http://www.darwin200.org/ donde encontrarán incluso el viaje del Beagle interactivo.

Como comentario final, el The Sunday Telegraph del domingo 1/2/2009 publica que la mitad de la población del Reino Unido cree en el creacionismo.

La última palabra no está dicha. En su bicentenario, Darwin está tan vigente y polémico como si acabase de bajarse del Beagle…

REPORTAJE: IDA Y VUELTA
El mejor de todos los viajes

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 31/01/2009

El País, España

Croquis que representa parte de la barrera que rodea la isla de Bolabola

Croquis que representa parte de la barrera que rodea la isla de Bolabola

 

El nombre de uno de los narradores más altos del siglo XIX no se encuentra nunca en los manuales de literatura. A un lector de Dickens, de Flaubert, de Galdós, de Tolstói, rara vez se le ocurrirá que un constructor de mundos de palabras tan asombroso como cualquiera de ellos fue Charles Darwin, cuya vida larga y fértil coincide con la gran edad de las novelas, y cuya prosa, que cambió para siempre la comprensión científica de la vida sobre la tierra, posee una fuerza narrativa que sólo pueden compararse con las de las grandes novelas. Balzac quería que la novela compitiera con el registro civil en su fecundidad de personajes; Tolstói, en Guerra y Paz, levantó una enciclopedia de las mínimas aventuras humanas y de los grandes oleajes de la historia desatados por las guerras de Napoleón; en Casa desolada Dickens empieza contando el cuento tortuoso de un proceso judicial que no se resuelve nunca y termina abarcando en casi mil páginas todo el hervidero de la vida en Londres: la ciudad entera emerge de una niebla alumbrada por faroles de gas tan poderosamente como la tierra surge del caos en los mitos primitivos.

Casa desolada se publicó en forma de libro en 1853. Hace ahora ciento cincuenta años justos, en 1859, Darwin se decidió a publicar El origen de las especies, que exploraba la pululación y las genealogías de la vida sobre la Tierra con una ambición abarcadora que iba más allá de la de cualquier novelista. El arte paradójico de la novela es revelar una verdad acerca del mundo y de los seres humanos que se basa en observación aguda de lo real pero a la que sólo puede llegarse a través de la ficción. Nada queda en apariencia más lejos de la invención novelesca que el conocimiento experimental de un científico; pero en ambos casos la revelación sucede en el choque de lo observado con lo intuido, en el modo en que ciertas briznas muy limitadas de experiencia obtenidas gracias a la búsqueda y también al azar cobran la forma deslumbrante de una teoría, o la de una novela. El taller quimérico del novelista es un desorden de objetos a menudo inútiles y descabalados que ha ido recogiendo por ahí tan sin propósito como recogía Picasso tuercas o clavos o trozos de metal por la calle; fragmentos de recuerdos, de historias escuchadas, imágenes sueltas, fotografías, canciones, rescoldos de antiguos entusiasmos, libros leídos y medio olvidados, nombres que le llamaron la atención sin saber por qué. De manera primero inconsciente, luego más o menos calculada, siempre en un equilibrio inestable entre el empeño y la casualidad, entre el desaliento y el fervor, todos esos materiales de origen tan diverso y en principio tan ajenos entre sí acaban confluyendo en la textura unitaria de una novela, como un estallido que da lugar a una forma. La duración concreta de su escritura tiene una importancia secundaria: sin que uno lo supiera la novela ha estado escribiéndose mucho antes de surgir como una posibilidad en la conciencia. Darwin publicó El origen de las especies cuando tenía cincuenta años, pero el libro, ignorado todavía por él, había empezado a escribirse hacía más de media vida, en 1831, cuando ese anciano con barba de patriarca bíblico y boscosas cejas blancas que ahora asociamos con el nombre Charles Darwin era un muchacho de veintidós años, algo atolondrado, sin una vocación muy precisa, de clase alta, aficionado a la Historia Natural, religioso sin mucha convicción, con vagos proyectos de estudiar para párroco de alguna confortable rectoría en el campo. En septiembre de 1831 recibió una invitación para unirse al viaje del Beagle, un velero del Almirantazgo que iba a recorrer durante dos años las costas de América del Sur en una expedición entre científica y colonial. Darwin no viajaba en calidad de naturalista: tan sólo como caballero acompañante del capitán del buque, ya que éste, por razones de estricta etiqueta de clase, no tenía permitido codearse con los oficiales y la marinería. El viaje que iba a ser de dos años se dilató en una vuelta al mundo que acabó durando cinco. Darwin odiaba el mar -odiaba cada ola, escribió en una carta, una por una- y estaba siempre mareado. Al cabo de cinco años de viaje el muchacho era un hombre en la plenitud de su inteligencia y había atesorado toda clase de muestras y especímenes recogidos por él en las tierras australes y en las islas del Pacífico, y además había escrito un diario que al cabo de poco tiempo se convirtió en su primer libro. Lo que no publicó fue un cuaderno en el que había anotado los primeros bocetos de una idea todavía en germen que tituló cautelosamente: On transmutation of species, como un novelista que apunta una primera idea improbable sobre la que aún no dice nada a nadie.

En la colección de Clásicos de Espasa acaba de salir una edición espléndida del Voyage of the Beagle, con un título tentador como de novela de Julio Verne, Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo, traducida por Juan Mateos. Yo no me canso de leer ese libro. Tan gustoso es bebérselo de la primera página a la última como abrirlo al azar y dedicarle unos minutos. No creo que hubiera habido desde Herodoto un viajero tan curioso como Charles Darwin. A Darwin le interesa todo, se fija en todo, lo describe todo. La riqueza del mundo se despliega ante él como una catarata de tesoros que no se acaban nunca: los cambios de color de un pulpo; la anatomía de una babosa encontrada en la isla de Cabo Verde; un árbol solitario en la pampa que es sagrado para los indios nómadas; las formas diversas de los picos de los pinzones en cada una de las islas Galápagos; el cuidado con que una araña mantiene viva a la avispa a la que ha apresado en su tela, de modo que puede seguir más tiempo alimentándose de ella; un baile de sociedad en Tasmania; los cantos de los esclavos antes del amanecer en una hacienda de Brasil; el horror y la vergüenza de la esclavitud; los matices de gris verdoso y de azul oscuro en las nubes que se forman a la caída de la tarde sobre la montaña del Pan de Azúcar; la danza de una tribu llamada de Las Cacatúas Blancas en una playa del Pacífico, a la luz de las hogueras; un islote donde la única forma de vida terrestre son ciertos ácaros caídos tal vez de las plumas de los grandes pájaros viajeros…

En una época en la que las imágenes de lo no directamente familiar eran muy escasas Darwin describe lo desconocido haciéndolo visible. Por los mismos años en los que él escribía Flaubert se exasperaba buscando la palabra justa. Juan Ramón Jiménez le pide a la inteligencia que le diga el nombre exacto de las cosas: las palabras de Darwin tienen la precisión de la poesía y de la ciencia. Con cada una de sus observaciones infinitesimales estaba tanteando, construyendo sin saberlo aún, la teoría de la evolución, la trama de novela más colosal y verdadera que nadie ha inventado nunca. –
Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo. Charles Darwin.

Traducción de Juan Mateos de Diego. Espasa-Calpe. Madrid, 2008. 504 páginas. 26 euros.