El Purgatorio de Castellucci

Les copio mi artículo sobre la Divina Commedia de Castellucci aparecido hoy en el Tal Cual y el de Agustí Fancelli y Antón Jacinto.

Artes
Miércoles 26 de Agosto de 2009  | 27

Ilustración para el "Infierno" de Dante por Miquel Barceló

Ilustración para el «Infierno» de Dante por Miquel Barceló

TalCual

La Divina Comedia de Castellucci
Paola Pasquali

Festival de teatro Grec 2009, Barcelona. Se presenta La Divina Come- dia en una propuesta extrema del director italiano Romeo Castellucci.

La serie empieza con el Infierno. Una sucesión de escenas, sin palabras, con ruidos de fondo en ocasiones ensordecedores, generan en la mente de cada espectador su propia interpretación del Infierno. Un actor inicia un ascenso por la pared posterior de la arena del teatro y continua hasta salirse completamente de él, alcanzando el bosque que lo rodea, luego la cima del árbol más alto. Ante un auditorio expectante, él se encuentra con una pelota roja que lanza al escenario donde la recogerá un niño, ¿él mismo? Parecería que en su búsqueda de absolución se tropieza con un elemento tan insustancial como una pelota, capaz de hacerlo regresar a un pasado infernal. No hay escapatoria.

El niño empieza a jugar con la pelota, golpeándola al suelo. Cada rebote anticipa otro más estridente. Al final, la cacofonía acaba por destapar otra caja de Pandora de imágenes.

Aún convaleciente, me dirijo a los pocos días al Purgatorio. Primera escena: la cocina. Un niño entra a cenar lo que su diligente madre ha preparado. Casi no se intercambian palabras. Al niño, inapetente, le duele la cabeza. Ella, con cariño distante, se limita a preocuparse de que tome su analgésico y coma la cena. El pregunta en tres oportunidades si «él» vendrá a casa en la noche. Ella nunca responde.

Segunda escena: el cuarto. El niño ve televisión. La madre entra a anunciar que le esperan en la sala, mientras arregla lo poco que esta fuera de lugar.

Tercera escena: la sala. Llega el padre cansado del trabajo.

Todo transcurre lentamente- como parecen transcurrirles las horas a los niños- pero más bien recuerda el tiempo del dolor, que no tiene fin.

El director llega al recurso de mostrar con tecnología láser la descripción de la escena precediéndola: «Estrella tres ahora fumará un cigarro» y a los pocos minutos el actor enciende el cigarro.

La madre pide lloriqueando, casi muda, «No, esta noche no». El la manda a buscar el niño para luego llevarlo de la mano al piso superior. Lo que sigue, la escena de aquel salón perfecto, son sólo los gemidos, el llanto desgarrador del niño que le suplica al padre que se detenga ya. «Basta papá».

El niño, nuevamente en la sala, ante un padre derrotado y a medio vestir, lo abrazará e intentará tranquilizarlo.

La siguiente escena, el niño ve a través de un cristal imágenes bellas, de flores, que pasan delante de él, que gradualmente dan cabida a imágenes aterradoras donde aparece la del padre.

El abismal tema de la pederastia puesto en el escenario ha congelado al auditorio.

La madre no volverá a aparecer en escena. Su silencio, su deprimente meticulosidad, su complacencia con el padre, recuerdan la de un burócrata que sabe que su trabajo de hormiguita concluirá con la puesta en el horno de 30.000 prisioneros de un campo de concentración. Pero no se involucra. Simplemente, entrega a sus corderitos.

La pareja luce ejemplar. Podrían salir más tarde a tomar café con unos amigos que quedarían impresionados y comentarían luego la perfección de aquella familia.

Este Purgatorio de Castellucci es el peor de los infiernos: por lo menos en este último las reglas son más claras. En su Purgatorio, el disfraz de perfección aumenta la perversidad. Es el cura que después de misa exige la compañía del huérfano recién llegado al orfanato; o el mandatario populista que se viste de demócrata cuando sale de casa pero al llegar, se quita el traje y emprende una feroz violación a sus congéneres.

En las obras de Castellucci, victima y victimario comparten infierno y purgatorio. Quizás el espacio de la redención este en su puesta en escena del Paraíso. Ante la duda, mejor no ir.

 

La ‘Comedia’ de Castellucci
AGUSTÍ FANCELLI 07/07/2009

Ha habido en la ciudad un derroche de arte: la radical lectura de la Divina Comedia del director italiano Romeo Castellucci (Cesena, 1960). Realizada en tres partes, la primera, Inferno, fue elogiada por Begoña Barrena hace unos días, pero es difícil resistirse a evocar algunas de las inconmensurables imágenes de esta propuesta. Ese hombre solo, trepando lentamente por la cantera del Grec, adentrándose en el bosque que la domina y encaramándose al ciprés más alto te planta de golpe ante la pregunta que se ha hecho todo lector de la Comedia: ¿quién es ese hombre y qué cosa tan grave le ha ocurrido para que en la mitad de su vida se haya perdido en la hórrida foresta oscura?
En ese misterio irresuelto y angustioso comienza el viaje. Por el camino, en la versión de Castellucci, el poeta se encuentra con perros de presa que le atacan -una escena de una violencia inusitada-, un caballo blanco rociado por litros de sangre y un limbo que es una caja de vidrio -reflectante: el público queda incluido en el sobrecogedor cuadro- en cuyo interior una decena de niños de dos o tres años juegan absortos. Nunca nadie me había explicado tan lúcidamente la atrocidad de esa sección del infierno, hoy finiquitada, a la que van a parar los no bautizados y hasta el propio Virgilio por el mero hecho de haber nacido «nel tempo degli dei falsi e bugiardi» (en tiempos de los dioses falsos y mentirosos). Una injusticia inasumible.
El Paradiso era una performance que tuvo lugar en La Capella de la calle del Hospital. Por una portezuela baja te metías en un cubo blanco fuertemente iluminado, en una de cuyas paredes descubrías un agujero negro. Te metías por él y accedías a una habitación completamente oscura, donde te impactaba el ruido del agua cayendo desde la altura. A poco que la retina se adaptaba a la penumbra, divisabas en lo alto, bajo los chorros a presión, un medio torso desnudo que extendía los brazos, dibujando ora unas alas espectrales ora un gesto de súplica. El paraíso es el más cerrado y obsesionante de los tres libros.
En cuanto al Purgatorio -última representación, esta noche-, me remito a la conmovida crónica de Jacinto Antón publicada el 2 de junio. Teatro a lo grande.
REPORTAJE
Este ‘Purgatorio’ es un infierno
El montaje de Romeo Castellucci, que se verá en el Grec, incluye uno de los momentos más atroces del teatro actual
JACINTO ANTÓN (ENVIADO ESPECIAL) – Viena – 02/06/2009

En la dulce Viena de la Sachertorte se pueden ver cosas horribles: la guerrera cubierta de sangre seca del canciller Dollfuss asesinado por los nazis (en el Museo de Historia Militar del Arsenal, el estilete que penetró en el dulce corazón de Sissí (exhibido en sus aposentos en el Hofburg) y las claustrofóbicas cloacas por las que escapaba Harry Lime en El tercer hombre (hay un tour turístico por ellas; ponen música de cítara). Pero nada tan perturbador como el espectáculo Purgatorio que estos días ha recalado en el Theater an der Wien y que incluye los que quizá sean los cinco minutos más atroces del teatro contemporáneo. Una de las experiencias más fuertes que se pueden vivir frente a un escenario.
La pieza, sobrecogedora, es una parte de la trilogía Inferno, Purgatorio, Paradiso, de Romeo Castellucci, estrenada en Aviñón y libremente inspirada en la Divina Comedia de Dante. Se presentará en Barcelona en el Lliure (5, 6 y 7 de julio) en el marco del festival Grec. El Infierno, paradójicamente menos contundente, una obra coral basada en el movimiento, estará en el anfiteatro -29 y 30 de junio-, y el Paraíso, una instalación que juega con la luz, en La Capella -del 1 al 6 de julio-.
En Purgatorio, un verdadero infierno que te abisma en el tema de la pederastia, el público se encuentra con las estancias de la casa de una familia acomodada. Una mujer prepara la cena a un niño. Luego éste va a su cuarto y enciende la televisión. Parece que no ocurra nada pero el escenario está lleno de una imprecisa y espesa atmósfera de desazón e infelicidad. El niño se mueve como un sonámbulo, se aferra a un muñeco y se encierra en un armario. No sabes por qué pero se te van poniendo los pelos de punta. Fundido a negro y cambio de escenografía: el amplio salón de la casa. Llega un coche, entra un hombre, el padre. Se le ve abatido. Intercambia unas palabras con la mujer. Ella llora, suplica; inútilmente. Aparece el niño. El hombre lo coge de la mano y lo conduce escaleras arriba.
Durante los aproximadamente cinco minutos siguientes el público, con el corazón en un puño, no ve sino el salón vacío, pero escucha voces ahogadas, llanto, gruñidos bestiales de desahogo que llegan de arriba. Todo transcurre en la imaginación. El silencio de la gente en el teatro en Viena (la tierra del monstruo Josef Fritzl) era impresionante. Un espectador se levantó y se fue, desarbolado.
La obra continúa con la reaparición del padre, abatido, y del niño, que trata de confortarlo. El telón baja y vuelve a subir sobre una escena absolutamente diferente, surrealista y llena de simbolismos: el niño asomado a una suerte de gran ventana o pecera por la que desfilan imágenes oníricas, grandes flores amenazadoras, monstruosas: un carrusel fantasmagórico y fascinante, de poder hipnótico y conmovedor que apela al inconsciente. Un nuevo cambio de escenario y estamos de nuevo en el salón familiar pero devenido distinto: vacío, abierto a los cuatro vientos. Un tiempo y un espacio extraños en los que el padre (ahora un actor-bailarín tullido) se mueve con movimientos espasmódicos ante el hijo, adulto, en una suerte de perturbadora ceremonia de expiación.
Al concluir el espectáculo el público, traumatizado tardó unos segundos en reaccionar, ejemplificando aquel verso dantesco: «Parlar non posso, ché’n gran pene ardo». Sonaron entonces los aplausos, largos, entusiastas.
«¡¿Te has divertido, cerdo?!»
Romeo Castellucci (Cesena, 1960), con aspecto de Passolini tras sus enormes gafas de pasta, recuerda al día siguiente, en una conversación en el propio teatro que su trilogía sólo alude libremente a la Divina Comedia -ésta es «un íncubo» en los tres montajes-, así que no hay que buscar paralelismos directos (aunque las conexiones son más profundas de lo que puede parecer, incluso con la escolástica tomista). Pero tiene claro qué es hoy el purgatorio: «Un lugar en el que se purifica; tiene que ver con la purga para evacuar, con la mierda». Al espectador, dice, se le enfrenta con una experiencia cercana a la catarsis de la tragedia griega. Esa historia «común» de violencia en la familia, apunta, «sugiere la de Abraham e Isaac, con la diferencia de que aquí no interviene ningún ángel para detener al padre que sacrifica al hijo». El director no ha querido ofrecer una lección moral inequívoca, sino un significado abierto y una vivencia teatral que incluye «un sentimiento casi insoportable de vergüenza» para el espectador. El hecho de que la obra no presente una crítica clara a la pederastia no le parece peligroso a Castellucci. «Hay muchas interpretaciones. En todo caso, el padre no es un hombre malo y es de alguna manera víctima de lo que hace». Dice que siempre hay gente que se marcha en la representación o protesta, y personas que se acercan luego a decirle que ellos también sufrieron abusos. Una vez, explica, un hombre empezó a increpar enloquecidamente al personaje del padre en plena función: «¡¿Te has divertido, cerdo?!».