Historia de un suggeritore

El último apuntador

Texto de Roberto Herrscher
Fotos de Guillermina Puig
El Liceu de Barcelona es el único teatro de ópera en España que sigue contando con un apuntador fijo. Desde hace más de tres décadas, Jaume Tribó es maestro de un oficio difícil y misterioso que se va quedando sin practicantes. Tribó es la memoria viva del teatro, asesora a decenas de cantantes en la pronunciación en diez idiomas y sigue sacando de apuros sobre el escenario a divos y novatos.Jaume Tribó ocupa la concha del Liceu, un minúsculo habitáculo en el centro del escenario, casi al borde del foso de la orquesta. Allí, a la luz de una tenue lamparita, su mano derecha va pasando las hojas de las trajinadas partituras de las óperas, mientras su mano izquierda apunta con autoridad las entradas a los cantantes y su voz cascada susurra las primeras palabras de sus arias.
El agujero es pequeño, pero Tribó cabe allí sin problemas. Hay un secreto: se lo hicieron a medida cuando reconstruyeron el teatro en 1999. “Me pidieron que extendiera los brazos y marcaron desde aquí hasta aquí, y así cortaron el cemento. Este es mi espacio”, dice mientras se calza los anteojos, enciende la luz de lectura y abre su partitura.
El espacio está construido para que Tribó no se vea desde la sala, pero en algunas ocasiones se puede atisbar su mano blanca y delicada desde los pisos superiores.
Por ejemplo, al finalizar el estreno del Enrique VIII de Camille Saint-Saëns, en el 2002 –la última vez que Montserrat Caballé cantó una ópera escenificada en el Liceu–, la gran soprano se acercó al proscenio mientras el público la ovacionaba, se agachó y extendió la mano hacia la concha del apuntador.
Todo empezó una fría noche de 1964, cuando con nueve años entró al Liceu para ver su primera ópera. Era Los maestros cantores de Nuremberg, seis horas del más intrincado Wagner. Pero al pequeño Jaume lo dejó sin aliento. A los 10 años ya seguía, con alguna dificultad, los libretos de las óperas en alemán, italiano, francés y hasta en ruso. En la adolescencia estudiaba solfeo en el conservatorio y acudía a las óperas casi cada noche.
De vocación, suggeritore
El día soñado le llegó a los 20 años, en noviembre de 1975, una semana después de la muerte de Franco. El Liceu montaba una ópera en catalán y buscaban un apuntador que dominara el idioma. El director de orquesta propuso al joven Tribó. “Esa noche tuve que tomar pastillas para dormir”, recuerda hoy.
Pasaron 34 años y a Tribó todavía no termina de convencerle la palabra apuntador para referirse a su oficio. Tampoco le entusiasma la variante catalana, consueta. Prefiere el viejo souffleur (soplador) francés, o las dos variantes italianas: suggeritore (sugeridor) y rammentatore (recordador). Con cualquiera de estos nombres, es un oficio tan viejo como la ópera misma. En Alemania suelen ejercerlo las mujeres, como la legendaria Cornelia Boese. En Italia es una tarea de hombres, como Carlo Ventura, quien se atrevió a retar al mismísimo Luciano Pavarotti.
Jaume Tribó no reta a nadie. Su estilo combina cordialidad con firmeza. Para Xesca Llebrés, la regidora del teatro, la aportación principal de Tribó es que logra “mantener la calma en medio de la tormenta”.
Tranquilidad desde las sombras
El veterano barítono menorquín Joan Pons, que canta en el Liceu desde los años setenta, lo tiene claro: “En el Metropolitan de Nueva York hay cinco apuntadores, en La Scala hay tres, pero para mí Tribó es el número uno. Con él, tanto los cantantes como el director pueden estar tranquilos”.
“Lo esencial para ser un buen apuntador –explica Tribó– es prestar atención al ritmo más que al texto. No es tanto el qué sino el cuándo.”
Para susurrar con claridad y al milímetro la entrada de cada cantante, el apuntador debe estar atento a las indicaciones del director. Pero hay un pequeño problema: el director está a su espalda. “Hasta 1990 tenía un espejo retrovisor, como los coches”, recuerda el apuntador. “Pero en la platea se quejaban, porque se veía. Entonces me pusieron un monitor.” Hoy, Tribó tiene a un palmo de su hombro derecho una pequeña pantalla en tonos verdosos, como las de videovigilancia.
“Es toda una coreografía la suya”, asegura el tenor Francisco Vas, asiduo cantante del Liceu. “Dos sílabas antes de que te toque entrar, con un ritmo perfecto, hace un gesto como de guardia de tráfico. Te está dando la señal. Y en el instante exacto, te apunta y te da la entrada. Cuando hay un momento de conflicto, lo mejor es mirarlo a él. El director está más por la orquesta. Siempre sabes que Jaume te va a dar la entrada correcta.”
En sus más de tres décadas al borde de los escenarios, Tribó dio las entradas correctas en Madrid, Valencia, Bilbao, Sevilla, Oviedo y hasta en el exquisito teatro de La Monnaie de Bruselas. Muchas veces iba por petición de los teatros; a veces lo solicitaban los cantantes. Es ya una leyenda que Tribó gozó por años de la confianza de Montserrat Caballé, y que la diva pidió que le contrataran en ciudades como Niza y Valencia, donde ella cantaba.
Durante casi 20 años desde su debut, Tribó fue desarrollando su oficio como apuntador y su amor por un viejo teatro al que le iba descubriendo rincones secretos en sus periplos por los pasillos y recovecos.Y de pronto llegó lo impensable: en la mañana del 31 de enero de 1994, el escenario y la sala del teatro fueron pasto de las llamas. El apuntador fue un testigo inmóvil e incrédulo del desastre, de pie en el centro de la Rambla. “Pensé que se iba a chamuscar parte del escenario; nunca me imaginé que se iba a quemar todo,” recuerda.
Tribó pudo entrar al día siguiente. La sala y el escenario eran una montaña de cenizas humeantes. Al poco de iniciarse el incendio en el telón, había caído el techo y se había armado un efecto chimenea: el fuego había ascendido por el enorme agujero sobre la sala. A muy poca distancia todo había quedado intacto.
“Mis gafas estaban a cinco metros del escenario y no les pasó nada”, recuerda hoy. “A tres pasos de allí, se había fundido el telón de hierro. Desde entonces sueño con volver y con que todo esté igual”. Jaume Tribó entrecierra los ojos y recuerda: “El teatro tenía esos puentes de madera que cruzaban el escenario, esos depósitos viejos, con olor a polvo, a suciedad, esa maravilla que nunca se va a poder recrear”.
La reconstrucción se hizo en escasos cinco años, y una suave noche de octubre de 1999, el teatro se reinauguró. Hace diez años que Tribó pasa entre 8 y 12 horas diarias en el nuevo teatro, pero sigue porfiando, empecinado: “El teatro que amaba era el viejo, no lo que han hecho ahora”.
Y con todo, hay un cambio que Tribó nunca terminará de agradecer. El escenario actual no tiene inclinación, mientras que antes del incendio presentaba un suave declive del cinco por ciento. Con frecuencia rodaban objetos escenario abajo.
Por ejemplo, las chicas del coro de Carmen hacían rodar naranjas, jugando a encajárselas en el agujero. Pero lo peor ocurrió con un par de caballos, durante la marcha triunfal del segundo acto de Aída. “Los estacionaron justo delante de donde yo estaba –recuerda Tribó con horror–. Y en lo mejor del coro, uno empieza a orinar y veo cómo el líquido viene cayendo en mi dirección…”
Memoria viva
En el suelo de la amplia terraza del piso de Tribó en la calle Londres, en el Eixample barcelonés, repta tranquila una tortuga más grande que una mano. La mascota hace pensar de inmediato en el sitio de trabajo del dueño.
Al entrar el visitante, Tribó lo lleva a la habitación más importante de la casa: la sala de las partituras. “Mi mujer y yo dormimos en el cuarto pequeño. La habitación grande es para las partituras y los libros”, explica.
De entre una pila ordenada y sin polvo saca un tesoro: un original de Zazá, de Ruggero Leoncavallo, autografiado por el autor. El pasado apasiona a Tribó, y podría pasarse horas hablando de viejas funciones y cantantes que sólo sobreviven en su memoria.
Para el director artístico del teatro, Joan Matabosch, la aportación principal de este asombroso apuntador ha sido rescatar y contar la historia del teatro que tanto ama. En los noventa, compiló en un libro publicado por la Asociación de Amigos del Liceu las actividades del teatro en su primer medio siglo, día por día, desde la primera función de 1847. “Tribó nos enseñó mucho sobre cómo eran recibidas las óperas en el momento de su estreno –dice el director artístico–. Su forma de estudiar el pasado nos ayuda a entender el presente.”
Pasando revista a viejas fotocopias, el historiador vocacional se divierte enumerando los muy diversos espectáculos que tenían cabida en el Liceu de hace cien años: circo con animales, magos, imitadores de voces, funámbulos sobre una cuerda. El Niño Carlos, por ejemplo, presentaba “evoluciones sobre la bola”. “Tengo inventariadas dos caídas de perros a la platea, y un gato que hizo honor a su fama y salió vivo”, se regocija Tribó.
Su historia preferida es la de una señora de Andalucía que dio a luz en el entreacto a un bebé robusto de buen ver. Cuando le preguntaron qué nombre le pondría, quiso homenajear el sitio del alumbramiento y lo llamó Eliseo.
Un amor para toda la vida
En medio de las risas, Tribó se pone súbitamente serio: “En la vida se quieren pocas cosas. La familia, los mejores amigos, algún lugar muy especial. Yo, después de mi familia, lo que más he querido ha sido el teatro”.
En la pequeña sala del coro, encima de la sala principal del Liceu, un nutrido grupo de cantantes ensaya una escena de Los maestros cantores de Nuremberg, la misma ópera que supuso el bautismo lírico del apuntador. El barítono norteamericano Robert Bork se acerca a Tribó, sentado cerca del piano que acompaña el ensayo.
“¿Es ‘er’ o den?”, pregunta el cantante. Su papel es el pomposo Fritz Kothner, uno de los maestros. “Den”, dice Tribó sin consultar la partitura. A estas alturas se la sabe casi de memoria. Para hacer bien su trabajo, Tribó debe dominar los diez idiomas de las óperas principales, y dado que cada vez se incorporan nuevos repertorios, en los últimos años se lanzó a la conquista del checo y el polaco.
Termina el ensayo, y ya de camino a la salida del Liceu, anuncia: “Ya sé cuándo me voy a morir. Será en el 2047, después de la celebración de los 200 años del teatro. Antes no puedo”.
Tras un recorrido por los pasillos vacíos comenta, en broma, que este teatro reformado es demasiado nuevo para tener fantasma. “El viejo fantasma se quemó con el teatro viejo”, asegura. Pero si se mira la pared blanca, al doblar la esquina del pasillo, ahí está. Ahí se mueve, juguetona y melancólica, la alargada sombra del último apuntador.°
Jaume Tribó, en su nuevo rincón del escenario del Liceu. El espacio cuenta con alguna mejora técnica, como una pequeña pantalla para ver al director, y es menos visible para el público

Jaume Tribó, en su nuevo rincón del escenario del Liceu. El espacio cuenta con alguna mejora técnica, como una pequeña pantalla para ver al director, y es menos visible para el público

El orgullo del oficio. Nunca mejor planteado que en este bello artículo sobre la vida y memorias de un souffleur, un apuntador de teatro, el catalán Jaume Tribó. El verdadero director de escena. Recuerda el film «Copying Beethoven» que , a pesar de las numerosas licencias que se toma la directora, muestra la importancia de la ayuda de un apuntador aventajado y talentoso que llega incluso a girar a un Beethoven -dirigiendo ya sordo -hacia la audiencia que aplaude extasiada de pie  el impactante estreno de la Novena sinfonia.
El último apuntador
Texto de Roberto Herrscher
Fotos de Guillermina Puig
Magazine, La Vanguardia

La imagen de Tribó en su agujero de apuntador es de 1990, durante un ensayo. En el antiguo Liceu, Tribó tenía un retrovisor para ver la batuta del director

La imagen de Tribó en su agujero de apuntador es de 1990, durante un ensayo. En el antiguo Liceu, Tribó tenía un retrovisor para ver la batuta del director

El Liceu de Barcelona es el único teatro de ópera en España que sigue contando con un apuntador fijo. Desde hace más de tres décadas, Jaume Tribó es maestro de un oficio difícil y misterioso que se va quedando sin practicantes. Tribó es la memoria viva del teatro, asesora a decenas de cantantes en la pronunciación en diez idiomas y sigue sacando de apuros sobre el escenario a divos y novatos.

Jaume Tribó ocupa la concha del Liceu, un minúsculo habitáculo en el centro del escenario, casi al borde del foso de la orquesta. Allí, a la luz de una tenue lamparita, su mano derecha va pasando las hojas de las trajinadas partituras de las óperas, mientras su mano izquierda apunta con autoridad las entradas a los cantantes y su voz cascada susurra las primeras palabras de sus arias.
El agujero es pequeño, pero Tribó cabe allí sin problemas. Hay un secreto: se lo hicieron a medida cuando reconstruyeron el teatro en 1999. “Me pidieron que extendiera los brazos y marcaron desde aquí hasta aquí, y así cortaron el cemento. Este es mi espacio”, dice mientras se calza los anteojos, enciende la luz de lectura y abre su partitura.
El espacio está construido para que Tribó no se vea desde la sala, pero en algunas ocasiones se puede atisbar su mano blanca y delicada desde los pisos superiores.
Por ejemplo, al finalizar el estreno del Enrique VIII de Camille Saint-Saëns, en el 2002 –la última vez que Montserrat Caballé cantó una ópera escenificada en el Liceu–, la gran soprano se acercó al proscenio mientras el público la ovacionaba, se agachó y extendió la mano hacia la concha del apuntador.
Todo empezó una fría noche de 1964, cuando con nueve años entró al Liceu para ver su primera ópera. Era Los maestros cantores de Nuremberg, seis horas del más intrincado Wagner. Pero al pequeño Jaume lo dejó sin aliento. A los 10 años ya seguía, con alguna dificultad, los libretos de las óperas en alemán, italiano, francés y hasta en ruso. En la adolescencia estudiaba solfeo en el conservatorio y acudía a las óperas casi cada noche.
De vocación, suggeritore
El día soñado le llegó a los 20 años, en noviembre de 1975, una semana después de la muerte de Franco. El Liceu montaba una ópera en catalán y buscaban un apuntador que dominara el idioma. El director de orquesta propuso al joven Tribó. “Esa noche tuve que tomar pastillas para dormir”, recuerda hoy.
Pasaron 34 años y a Tribó todavía no termina de convencerle la palabra apuntador para referirse a su oficio. Tampoco le entusiasma la variante catalana, consueta. Prefiere el viejo souffleur (soplador) francés, o las dos variantes italianas: suggeritore (sugeridor) y rammentatore (recordador). Con cualquiera de estos nombres, es un oficio tan viejo como la ópera misma. En Alemania suelen ejercerlo las mujeres, como la legendaria Cornelia Boese. En Italia es una tarea de hombres, como Carlo Ventura, quien se atrevió a retar al mismísimo Luciano Pavarotti.
Jaume Tribó no reta a nadie. Su estilo combina cordialidad con firmeza. Para Xesca Llebrés, la regidora del teatro, la aportación principal de Tribó es que logra “mantener la calma en medio de la tormenta”.
Tranquilidad desde las sombras
El veterano barítono menorquín Joan Pons, que canta en el Liceu desde los años setenta, lo tiene claro: “En el Metropolitan de Nueva York hay cinco apuntadores, en La Scala hay tres, pero para mí Tribó es el número uno. Con él, tanto los cantantes como el director pueden estar tranquilos”.
“Lo esencial para ser un buen apuntador –explica Tribó– es prestar atención al ritmo más que al texto. No es tanto el qué sino el cuándo.”
Para susurrar con claridad y al milímetro la entrada de cada cantante, el apuntador debe estar atento a las indicaciones del director. Pero hay un pequeño problema: el director está a su espalda. “Hasta 1990 tenía un espejo retrovisor, como los coches”, recuerda el apuntador. “Pero en la platea se quejaban, porque se veía. Entonces me pusieron un monitor.” Hoy, Tribó tiene a un palmo de su hombro derecho una pequeña pantalla en tonos verdosos, como las de videovigilancia.
“Es toda una coreografía la suya”, asegura el tenor Francisco Vas, asiduo cantante del Liceu. “Dos sílabas antes de que te toque entrar, con un ritmo perfecto, hace un gesto como de guardia de tráfico. Te está dando la señal. Y en el instante exacto, te apunta y te da la entrada. Cuando hay un momento de conflicto, lo mejor es mirarlo a él. El director está más por la orquesta. Siempre sabes que Jaume te va a dar la entrada correcta.”
En sus más de tres décadas al borde de los escenarios, Tribó dio las entradas correctas en Madrid, Valencia, Bilbao, Sevilla, Oviedo y hasta en el exquisito teatro de La Monnaie de Bruselas. Muchas veces iba por petición de los teatros; a veces lo solicitaban los cantantes. Es ya una leyenda que Tribó gozó por años de la confianza de Montserrat Caballé, y que la diva pidió que le contrataran en ciudades como Niza y Valencia, donde ella cantaba.
Durante casi 20 años desde su debut, Tribó fue desarrollando su oficio como apuntador y su amor por un viejo teatro al que le iba descubriendo rincones secretos en sus periplos por los pasillos y recovecos.
Y de pronto llegó lo impensable: en la mañana del 31 de enero de 1994, el escenario y la sala del teatro fueron pasto de las llamas. El apuntador fue un testigo inmóvil e incrédulo del desastre, de pie en el centro de la Rambla. “Pensé que se iba a chamuscar parte del escenario; nunca me imaginé que se iba a quemar todo,” recuerda.
Tribó pudo entrar al día siguiente. La sala y el escenario eran una montaña de cenizas humeantes. Al poco de iniciarse el incendio en el telón, había caído el techo y se había armado un efecto chimenea: el fuego había ascendido por el enorme agujero sobre la sala. A muy poca distancia todo había quedado intacto.
“Mis gafas estaban a cinco metros del escenario y no les pasó nada”, recuerda hoy. “A tres pasos de allí, se había fundido el telón de hierro. Desde entonces sueño con volver y con que todo esté igual”. Jaume Tribó entrecierra los ojos y recuerda: “El teatro tenía esos puentes de madera que cruzaban el escenario, esos depósitos viejos, con olor a polvo, a suciedad, esa maravilla que nunca se va a poder recrear”.
La reconstrucción se hizo en escasos cinco años, y una suave noche de octubre de 1999, el teatro se reinauguró. Hace diez años que Tribó pasa entre 8 y 12 horas diarias en el nuevo teatro, pero sigue porfiando, empecinado: “El teatro que amaba era el viejo, no lo que han hecho ahora”.
Y con todo, hay un cambio que Tribó nunca terminará de agradecer. El escenario actual no tiene inclinación, mientras que antes del incendio presentaba un suave declive del cinco por ciento. Con frecuencia rodaban objetos escenario abajo.
Por ejemplo, las chicas del coro de Carmen hacían rodar naranjas, jugando a encajárselas en el agujero. Pero lo peor ocurrió con un par de caballos, durante la marcha triunfal del segundo acto de Aída. “Los estacionaron justo delante de donde yo estaba –recuerda Tribó con horror–. Y en lo mejor del coro, uno empieza a orinar y veo cómo el líquido viene cayendo en mi dirección…”
Memoria viva
En el suelo de la amplia terraza del piso de Tribó en la calle Londres, en el Eixample barcelonés, repta tranquila una tortuga más grande que una mano. La mascota hace pensar de inmediato en el sitio de trabajo del dueño.
Al entrar el visitante, Tribó lo lleva a la habitación más importante de la casa: la sala de las partituras. “Mi mujer y yo dormimos en el cuarto pequeño. La habitación grande es para las partituras y los libros”, explica.
De entre una pila ordenada y sin polvo saca un tesoro: un original de Zazá, de Ruggero Leoncavallo, autografiado por el autor. El pasado apasiona a Tribó, y podría pasarse horas hablando de viejas funciones y cantantes que sólo sobreviven en su memoria.
Para el director artístico del teatro, Joan Matabosch, la aportación principal de este asombroso apuntador ha sido rescatar y contar la historia del teatro que tanto ama. En los noventa, compiló en un libro publicado por la Asociación de Amigos del Liceu las actividades del teatro en su primer medio siglo, día por día, desde la primera función de 1847. “Tribó nos enseñó mucho sobre cómo eran recibidas las óperas en el momento de su estreno –dice el director artístico–. Su forma de estudiar el pasado nos ayuda a entender el presente.”
Pasando revista a viejas fotocopias, el historiador vocacional se divierte enumerando los muy diversos espectáculos que tenían cabida en el Liceu de hace cien años: circo con animales, magos, imitadores de voces, funámbulos sobre una cuerda. El Niño Carlos, por ejemplo, presentaba “evoluciones sobre la bola”. “Tengo inventariadas dos caídas de perros a la platea, y un gato que hizo honor a su fama y salió vivo”, se regocija Tribó.
Su historia preferida es la de una señora de Andalucía que dio a luz en el entreacto a un bebé robusto de buen ver. Cuando le preguntaron qué nombre le pondría, quiso homenajear el sitio del alumbramiento y lo llamó Eliseo.
Un amor para toda la vida
En medio de las risas, Tribó se pone súbitamente serio: “En la vida se quieren pocas cosas. La familia, los mejores amigos, algún lugar muy especial. Yo, después de mi familia, lo que más he querido ha sido el teatro”.
En la pequeña sala del coro, encima de la sala principal del Liceu, un nutrido grupo de cantantes ensaya una escena de Los maestros cantores de Nuremberg, la misma ópera que supuso el bautismo lírico del apuntador. El barítono norteamericano Robert Bork se acerca a Tribó, sentado cerca del piano que acompaña el ensayo.
“¿Es ‘er’ o den?”, pregunta el cantante. Su papel es el pomposo Fritz Kothner, uno de los maestros. “Den”, dice Tribó sin consultar la partitura. A estas alturas se la sabe casi de memoria. Para hacer bien su trabajo, Tribó debe dominar los diez idiomas de las óperas principales, y dado que cada vez se incorporan nuevos repertorios, en los últimos años se lanzó a la conquista del checo y el polaco.
Termina el ensayo, y ya de camino a la salida del Liceu, anuncia: “Ya sé cuándo me voy a morir. Será en el 2047, después de la celebración de los 200 años del teatro. Antes no puedo”.
Tras un recorrido por los pasillos vacíos comenta, en broma, que este teatro reformado es demasiado nuevo para tener fantasma. “El viejo fantasma se quemó con el teatro viejo”, asegura. Pero si se mira la pared blanca, al doblar la esquina del pasillo, ahí está. Ahí se mueve, juguetona y melancólica, la alargada sombra del último apuntador.°