
Posible representación de Hipatia
Leo esta crónica dedicada a Hipatia escrita por su homóloga, la filósofa Amelia Valcarcel, cuyo discurso narrativo sigue una circularidad muy junguiana . No puedo sino oír los gritos de las brujas quemadas en el medioevo, los silencios de las mujeres lobotomizadas como Frances Farmer, la desaparición en la nada de las diosas madres de la prehistoria: una constante histórica, una necesidad de acallar la voz de la sabiduría femenina.
Quizás el asesinato de las hermanas Miraval o el de las 13 rosas tenga una connotación más política mientras que el de Hipatia (que pudo haber tenido también algunos visos políticos) es un crimen a la razón pura, como pudo haberlo sido la quema de alguna curandera conocedora de botánica. Concuerdo que todos son crímenes al género como los las infibulaciones, lapidaciones y ablaciones tan practicadas hoy en día.
Valcarcel concluye diciendo que es bueno recordar para no repetir. Yo me pregunto a modo de comercial norteamericano: «Have we really come such a long way, baby?»
Justicia poética
AMELIA VALCARCEL 13/12/2009. El País
No sabemos bien, y quizá nunca lo sepamos, cómo murió. Hay dos hipótesis. Una dice que la descarnaron con conchas afiladas y otra que lo hicieron con cascos de vasijas de barro. De lo que no hay duda es de que la descarnaron. Esto es, que, viva, le fueron arrancando la carne, hasta que las vísceras quedaron al descubierto. Y también la de la cara, las manos… en fin, una muerte horrible.

Hipatia
Sin embargo, Amenábar, que sabe lo que se hace, ha preferido darle la eutanasia. A Hipatia, en su película, Ágora, alguien piadosamente la asfixia antes de que la turba indómita de monjes cristianos y fanáticos, proceda a su lapidación. La realidad fue bastante peor. Mucho peor. Peor, desde luego, que la muerte que los mismos predicaban del Salvador. Pero, claro, Hipatia no había salvado a nadie, que se supiera. Sólo quizá al saber. Y no se pudo salvar a sí misma.
De estas otras muertes, a las que ahora traigo a la memoria, algo sí sabemos. Las hermanas Miraval, opositoras al régimen de un dictadorzuelo que sería sucio recordar, murieron un 25 de noviembre. A las tres las cazaron, por así decir, para matarlas. Cuando volvían por una zona no muy segura, por carretera, fueron detenidos sus coches y ellas sacadas al campo. Para llevar a término el conocido ritual de horror, primero las violaron, luego las mutilaron, las golpearon a placer y, quiero creer, que al final les dieron un tiro de gracia. ¡Ojalá!
Lo primero, lo de Hipatia, sucedió en el 414. Lo segundo, hace nada, en 1960. Pero todo viene junto a mi memoria. A Hipatia la conozco por obligación de filosofía y a las Miraval por cultura general democrática. Además de conocer a Minerva, una de sus excelentes hijas. Me viene, digo, junto todo a la cabeza. Y viene por justicia poética. El caso es que hace unos días, el 25 de noviembre, se celebró (obvio es que es una manera de hablar) el día mundial en contra de la violencia sobre las mujeres. De ese día hace poco. Porque hasta ese hace poco y en las tierras cristianas en esa fecha se celebraba, y sigue, la fiesta de Santa Catalina.
Tenía esta santa título y palma de mártir y era patrona de los estudiantes, por ejemplo. Es una devoción la suya que llegó a

Santa Catalina, de Caravaggio
Europa con las Cruzadas. En Oriente era muy venerada y los audaces caballeros de la Edad Media se la trajeron como recuerdo. De hecho, Europa se llenó de santas catalinas y su nombre se empezó a poner popularmente a las jóvenes. Esta gentil doncella, cristiana, había resistido a las tentaciones del malvado emperador Maximiano, que pretendía de ella la abjuración de su fe. Al no conseguirlo, la enfrentó a 50 sabios, los cuales se rindieron ante su elocuencia y pidieron allí mismo el bautismo. Enfadado por el caso, el emperador los hizo ejecutar. A los 50. Tras esto, Catalina convenció a la emperatriz, que siguió el mismo derrotero y también fue condenada a muerte. Y, cuando sólo ella quedaba viva, el pérfido sátrapa hizo que prepararan una rueda de cuchillas afiladas que la descarnara. Así era condenada la sabiduría de la mártir. Cincuenta y con ella más la emperatriz, 52, recibían la corona del martirio. Así la conozco yo, coronada, en un óleo que colgaba en mi colegio mayor cuando era estudiante.
Bueno, lo evidente es que Hipatia murió de ese modo, descarnada. Y también parece bastante claro que Catalina no existió. La iglesia oriental mantuvo su culto y un santuario, muy bien visitado y provisto de limosnas, donde, decían, unos ángeles habían trasladado su cuerpo.
Es una hermosa leyenda que nos habla de la compasión y también de la memoria del agravio. Se veneró a una joven sabia en el lugar simbólico que ocupó la sabiduría superviviente de la Antigüedad que Hipatia representaba.
Alejandría no pudo digerir el crimen. Tanto que la ciudad, próxima a perecer, no asimiló la tortura y muerte de la filósofa, de modo que le buscó un trasunto cristiano y celestial. Pagó con el culto a Catalina, la joven, el asesinato de Hipatia, la filósofa, probablemente entrada en años, a la que nadie había salvado. Cuyo cuerpo nadie guardó, porque se hizo trozos que fueron tirados en diversos muladares.

Las hermanas Miraval
No son, por lo simple, dos terribles violencias. Lo maravilloso es la coincidencia: lo extraño es que ese día 25 sea la memoria encubierta de Hipatia, la violencia contra la sabiduría, y el día de las hermanas Miraval, la violencia contra la libertad… de las mujeres. Es un claro caso de extraña casualidad, del amontonarse de signos que señalan en la misma dirección. Es un día poco común que busca hacer menos común todavía unos hechos desgraciadamente muy corrientes: que ser mujer, y dependiendo de la zona del mundo, se puede convertir en una desgracia, o en un castigo no elegido. Nos recuerda hasta qué grado de humanidad hemos llegado y cuánto nos falta todavía para poder sentirnos a gusto con el tiempo que nos toca. Por ahora, la justicia poética me consuela. Porque es hermoso guardar memoria del agravio cuando lo hacemos para que no se repita.