
Fragmento de uno de los libros de la exposición Memoria de los moriscos. Escritos y relatos de una diáspora cultural, en la Biblioteca Nacional.-
Las exposiciones de la Biblioteca Nacional de España son altamente recomendables. Tuve oportunidad de ver la dedicada al Amadís de Gaula y los 500 años de los libros de caballería (https://paolapasquali.com/?p=68). Era una exposición que transcurria en la penumbra, acobijando al visitante bajo un manto de reminiscencias medievales. Un recorrido maravilloso rodeado de mapas de la época, incunables, cúpulas estrelladas. Todo divinamente documentado. ¿Quien si no ellos, los curadores de la Biblioteca Nacional, pueden estar más información a la mano?
En esta oportunidad presentan las bibliotecas que sobrevivieron las persecuciones de la Inquisición. Los libros, como dice Abad Faciolince, como simulacros de recuerdo, sobreviviendo a sus dueños logrando posponer su olvido.
Les copio a continuación la reseña de Antonio Muñoz Molina (http://www.xn--antoniomuozmolina-nxb.es/) que apareció en Babelia (El País, España) hace dos semanas.
Además, agrego un artículo de Tereixa Constenla y otro de Juan Goytisolo.
ratones, parcialmente podridos por la humedad. Llego desde la claridad excesiva de la mañana de verano y los ojos tardan en acostumbrarse a la luz escasa, gradualmente opresiva, como el espacio demasiado estrecho, interrumpido por columnas: casi podría oler el papel viejo de los libros, que a veces tiene manchas de humedad en los márgenes, el cuero muy gastado de las encuadernaciones, si no fuera por las vitrinas en las que están guardados, en las que se exponen con esta iluminación tenue, después de haber permanecido ocultos durante siglos, en algunos casos cuatro siglos enteros.
Un mundo entero de cuya amplitud y riqueza yo no tenía la menor idea se entreabre en esta sala sombría de la Biblioteca Nacional; un idioma de sonoridades a la vez limpias y mestizas, un español secreto y perdido que fue la lengua de aquellos compatriotas a los que les fue impuesta la expulsión. Como los judíos más de un siglo antes, los musulmanes españoles vivían como extranjeros en los lugares en los que habían nacido y debieron elegir entre la conversión forzosa y el destierro, y en muchos casos acostumbrarse a una doble vida clandestina en la que no faltaba nunca la sombra siniestra de la Inquisición. No es, desde luego, un maleficio solo español, el resultado de una predisposición genética a la intolerancia, como parece creer desdeñosamente Henry Kamen: en la Europa de los siglos XVI y XVII las guerras de religión y las persecuciones de herejes fueron una epidemia que dejó tras de sí grandes montañas de cadáveres. Pero quizás nuestra historia posterior, el catálogo de exilios que se prolonga desde los liberales y los afrancesados de 1812 a los republicanos de 1939, nos ha hecho más sensibles a estos desgarros del pasado lejano. Muchos de nosotros crecimos en un país en el que aún se podía tener una sensación de secreto y peligro al leer ciertos libros, y en el que la propaganda oficial celebraba con el mismo orgullo y con parecido lenguaje la expulsión de los judíos y de los moriscos y la derrota de los rojos. Al llamar Cruzada de Liberación a la Guerra Civil nuestros libros de texto la convertían casi en la última batalla victoriosa de la Reconquista.
Ricote le cuenta a Sancho que ha vuelto a España para buscar el tesoro que dejó escondido antes de marcharse. Casi todos estos libros que ahora permanecen abiertos en la tenue luz aséptica de las vitrinas vienen de escondrijos a los que sus dueños no regresaron. Los envolvían reverencialmente en lienzos de lino y les ponían unas piedras de sal o unas ramas de espliego para que no los dañara la humedad y los guardaban tan meticulosamente que han tardado siglos en ser descubiertos. Qué historia habrá detrás de cada uno de ellos; cuál sería el destino de cada una de las personas que se tomaron tanto trabajo para que los inquisidores no los encontraran, o con la esperanza de volver a encontrarlos intactos cuando les fuera posible el regreso. En el pueblo de Ricla, en Zaragoza, apareció uno en 1719, debajo de un tejado; en 1728, en el mismo pueblo, el lugar escogido había sido un pilar hueco en un patio; en Agreda, en 1795, se encontraron unos libros moriscos al derribar una pared, descubriendo en ella una alacena tapiada. El hallazgo más cuantioso sucedió en Almonacid de la Sierra, en 1884: en el derribo de una casa antigua se descubrió que entre el suelo de obra y el falso suelo de madera de una habitación había más de ochenta volúmenes, intactos después de trescientos años, con sus telas de lino y sus piedras de sal. El fuego del que habían escapado al final acabó con muchos de ellos: los albañiles los usaron para prender hogueras.