Los libros de mi papá

img282Suena el timbre de casa y me asomo a ver que sorpresa trae aquel sonido familiar y capaz de despertar mi insaciable curiosidad felina. Es un paquete, cubierto en grueso papel de envolver, del mismo color con el que se entrega el pan en las panaderías. Es grande y rectangular. Viene de Francia.

Salen de él, desperezándose después de tan largo viaje por el Atlántico, el nuevo encargo de mi papá: libros de filosofía.

De carátula blanda y uniformemente amarilla con letras negras, mi papi los va depositando sobre una mesa, constatando haber recibido exactamente lo que ha encargado.

Tan pronto queda aprobada la lista y se confirma que los recién llegados son los esperados, mis hermanos y yo entramos en acción: cuchillo en mano, cada uno de nosotros recibe un libro y seremos los responsables de separar las páginas que vienen adheridas entre ellas. Por tratarse de una editorial que imprime cuatro hojas por folio, y de una empresa dedicada a libros de poco tiraje, cada cierto número de páginas, algún folio ha quedado sin ser separado. De modo que la labor consiste en introducir el cuchillo entre el folio y con un movimiento suave pero seguro, hacer un corte hacia fuera dejando atrás las dos hojas separadas.

Si se es muy brusco, se arriesga con rasgar la hoja; si se sube lenta y nerviosamente, entonces aquella página quedará con un flequillo ondulante por el resto de sus días que hará el libro más grueso de lo que en realidad es.

Eran libros de unas 200 páginas. El trabajo era largo y la recompensa se cobraba en especies: algún pastel, una pieza de chocolate o incluso alguna moneda contante y sonante.

Una vez acabado el trabajo terminarían en los estantes de la biblioteca donde yo los miraría de reojo y con reverencia a mi paso hacia la puerta de salida.

En ocasiones, al llegar a casa del colegio, iba caminando por el corredor y colocaba mi dedo índice por los lomos de aquellos libros y, mientras caminaba lentamente, leía con el rabillo del ojo aquellos nombres que iban llenado mi vida sin que yo lo percibiera. Platón, Aristóteles, Sócrates, Eurípides, Plutarco,…

Con el pasar de los años, esos estantes de madera oscura se fueron llenando y muchos de mis compañeros griegos de infancia tendrían que darle espacio, apretujándose hasta casi estallar, para que nombres germanos entraran soberbios a engrosar filas: Kant, Heidel, Heidelberg, Heidegger. Y también aparecían los libros escritos por mi papá.

Por algún motivo que nunca entendí, en mi escuela se había regado la información que mi papá escribía. De modo que el día que hubo un intercambio de regalos de Navidades y se nos permitió proponer regalos, yo me levanté jubilosa y sugerí a grito limpio: “¡Un libro!!!”. Me parecía el regalo más natural para recibir y para dar. Mis compañeros se voltearon asqueados y uno de ellos me dijo en tono insolente: “Claro, ¡tu quieres que se regalen libros porque tu papá es escritor!” Ese día regrese a casa, pasé por los estantes sin tan siquiera mirarlos, me fui directamente al estudio donde mi papá tecleaba frenéticamente con sus dos dedos índices sobre una vieja Olivetti. Le puse la mano en el hombro y me quedé como hipnotizada viendo lo que escribía, sin que mediara una palabra.

De aquel día han pasado más de cuarenta años. En un reciente viaje a Grecia visité la Acrópolis. Era la primera vez que iba. Al llegar a la cima no pude con la emoción: estaban todos allí. Mis viejos compañeros de lomo de libro amarillento. Cada uno de ellos paseándose por aquel recinto mágico.

Hoy he estado buscando información sobre los libros de mi papá para colocarla en la flamante página web que mis hermanos y yo le estamos preparando de sorpresa para sus ochenta años. Sus libros están allí y en todas partes, traducidos y reeditados por pequeñas editoriales para complacer las peticiones de ávidos estudiantes de comunicación. Acaso alguno tendrá las hojas pegadas. Son los libros de mi papi: los mismos libros que pasaron delante de mis ojos durante mi infancia, hoja tras hoja, marchando alegremente al son que marcaban las teclas de la vetusta Olivetti. Cada imagen digitalizada de esos libros también me sonríe, me hace guiños: me recuerdan que nuestra amistad viene de muy atrás.