Paseo por el bulevar de mi pueblo. Es una tarde fresca y venteada, que bate las hojas de las palmeras y retrocede las crestas de las olas que intentan llegar a la orilla. En poco menos de una hora, el cielo pasará por un tornasol de colores y la temperatura nos recordará que aún es invierno.
Camino con mi cámara y no puedo dejar de pensar que el destino nos puede hacer vivir en un lugar apacible o en un país donde solo existe el presente inmediato. El bulevar por el que acelero el paso para llegar a casa a tomar un té caliente es largo y sinuoso como el posible futuro de aquellos que viven en un lugar del mundo donde aún existen los tres tiempos. Para todos los demás, el presente se conjuga con la palabra inmediatez. Es ahora, ya. El pasado parece asunto de arqueología. No hay futuro ni tan siquiera pensable.
Mi camino a casa es, en cambio, el espacio donde todo y nada es posible pero en el que existe la certeza de no ser asaltados o asesinados. Es la ruta serpenteante hacia un lugar seguro en el que el mayor peligro es pillar un resfriado.
Me acerco hasta la orilla de la playa y mis botas se hunden parcialmente en una arena que seguramente está fría. A los lejos, hay vecinos que aprovechan la temporada para dejar libres a sus perros que llegarán a casa con olor a mar.
Ya ha anochecido. Los pequeños sorbos de un humeante té de hinojo me hacen transportan a un rosado pasado, en el tibio presente de mi cocina preparándome para continuar hacia futuros luminosos.