Matisse, 1917-1941

matisseMadrid, 19 de julio del 2009. El Museo Thyssen Bornemisza de Madrid presenta hasta el 20 de Septiembre de este año 2009 una colección de obras de Matisse creadas entre el 1917 al 41.

La obra de Matisse tiende a dividirse en tres grandes épocas: de sus inicios creadores hasta el 1917, ya cerca del final de  la Primera Guerra Mundial. A partir de este año, el artista le da un vuelco a su obra, se establece en Niza, abandona los grandes formatos y los colores planos e inicia una pintura más intimísta. La figura femenina es en tono momento el centro de la atención , las escenas desde la habitación de hotel en Niza son un festín de bellos colores que muestran mares con embarcaciones a vela, palmeras, balcones floreados, violines delicadamente apoyados en butacas.

Matisse se aisla y finalmente deja de crear. Es en 1927 cuando gracias a un encargo, crea un mural para un edificio en Filadelfia. Retoma entonces el tema de la danza. Regresa nuevamente intimista. Ilustra la Poesias de Mallarmé.

La última sala de esta exposición muestra dibujos de mujeres de un trazado hermoso, sencillo, en posturas pensativas, sensuales, ensoñadoras.  Un mundo de odaliscas modernas concluye una muestra de un Matisse menos conocido y hermoso.

Lujo, calma y voluptuosidad – MARÍA DOLORES JIMÉNEZ-BLANCO
Henri Matisse. El Museo Thyssen-Bornemisza revisa en una muestra deslumbrante el esfuerzo único del artista francés por alcanzar su idea de la pintura, una fusión de color y luz, ritmo, música y texturas
Matisse 1917-1941 MUSEO THYSSENBORNEMISZA MADRID Comisario: Tomás Llorens Paseo del Prado, 8 Tel. 91-369-01-51 www. museothyssen. org Hasta el 20 de septiembre
Las dos fechas escogidas para encuadrar la exposición de Matisse que ahora se presenta en el Museo Thyssen de Madrid, 1917 y 1941, nos sitúan en medio de sendas guerras mundiales. Nadie lo diría contemplando las piezas expuestas. Ninguna alusión al dolor o a la destrucción, ningún lamento o crispación, ningún manifiesto como no sea a favor de la propia pintura. No se trata de una selección engañosa o sesgada. Por el contrario, representa a la perfección lo que mejor caracteriza a Matisse: «lujo, calma y voluptuosidad». Él mismo tomó prestado ese verso de Baudelaire para titular una de sus primeras obras maestras, muy anterior a 1917. En muchas ocasiones se ha malentendido su exquisita sensibilidad pictórica, su sentido del lujo,como una claudicación, como un abandono del imperativo de experimentación que parecían exigir las vanguardias.
Ese malentendido explicaba que de la trayectoria de Matisse interesaran sólo los períodos inicial y final. En el primero se le caracterizaba como cabeza de fila del escándalo fauve en torno a 1905, y en el segundo, como inventor de imágenes de gran fuerza gráfica mediante papeles recortados en la segunda postguerra mundial. Entre ambos discurrían, como de puntillas, veinticinco años que no se valoraban sino como un incómodo compás de espera entre dos grandes momentos. Ese tópico historiográfico, forjado a la sombra del mito de la modernidad como una sucesión de rupturas, decidió ignorar la tozuda coherencia que atraviesa toda la trayectoria de Matisse, imposible de fraccionar. Toda ella viene a componer un esfuerzo único, sostenido a través de los años, que no es sino una larga, disciplinada y genial reflexión sobre la esencia misma de la pintura.
No es extraño, por tanto, que la ventana – emblema de la propia pintura desde el Renacimiento-se convirtiese en uno de los motivos recurrentes de la obra de Matisse. La ventana entendida como metáfora de la pintura, como punto de encuentro entre lo interior y lo exterior – física y espiritualmente-.Es decir, la ventana como conexión entre la visión del artista y la naturaleza. Ese es el tema de las primeras salas de la exposición, literalmente deslumbrantes, que exploran precisamente la contraposición entre la penumbra del interior y el sol del exterior, entre la intimidad a media luz y el cegador cielo abierto del Midi francés. Allí se retiró Matisse para continuar su personal búsqueda artística en soledad, alejado del ruido parisino.
Una retirada que podríamos relacionar con la del único pintor del siglo XX que puede comparársele: Pablo Picasso, que también encontró en el sur de Francia el refugio necesario para trabajar después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las novedades artísticas parecían ir por caminos diferentes del suyo. Para Picasso, la costa mediterránea significó una vía de regreso a los orígenes de la civilización, una atalaya para reflexionar sobre el pasado, pero también un lugar en el que disfrutar intensamente de todo lo que la vida podía ofrecer después del enorme cataclismo de la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial, que habían dejado huellas visibles en su obra. No en vano, llegó a producir uno de los más sobrecogedores emblemas de las guerras modernas: el Gernika.En la obra que realiza Matisse entre 1917 y 1941, sin embargo, no encontramos ninguna cicatriz de los acontecimientos históricos que tan trágicamente caracterizaron la época. Contemplando sus interiores con ventanas, sus odaliscas, sus retratos, sus esculturas o sus dibujos de línea, jamás podríamos presentir que corresponden cronológicamente a una época tan convulsa: ni rastro del ascenso de los fascismos, del nazismo, de la ocupación de Francia, del gobierno de Vichy o de los esfuerzos de la resistencia – hechos que le afectaron familiarmente-;ni rastro, tampoco, de la desasosegante crisis de las vanguardias, de las nuevas exigencias morales que parecían plantearse a los artistas, de los problemas del mercado…; ni rastro, siquiera, de acontecimientos vitales como una separación matrimonial o varias enfermedades graves.
En sus estudios de Niza, en la plaza Charles-Félix de Niza oen el hotel Regina, no cabían turbaciones distintas de las de la pintura. Pero esa posición no debe asociarse a ligereza o frivolidad: por el contrario, significaba un esfuerzo titánico. Bajo esa radiante, seductora serenidad que Matisse supo mantener a toda costa en su obra, se escondía una lucha ingente. La refinada selección de piezas propuesta por el comisario de la exposición, Tomás Llorens, deja intuir en la búsqueda de Matisse una fuerza emocional y estética que la mayoría de los historiadores habían pasado por alto durante décadas, pero que apuntaron ya algunos de los artistas y críticos que conocieron a Matisse de cerca. Así, Georges Duthuit, casado con Marguerite Matisse, dedica al artista un revelador texto que titula «El taller de luz», en el que entre otras cosas dice: «Impresión de frescura, sí, pero de una intensidad casi insostenible: sensación de fuego ardiendo». Pierre Reverdy, por su parte, escribió: «…a pesar de que conozco a Matisse desde hace ya más de cuarenta años, nunca puedo pensar en él sin que su imagen se presente acompañada de la idea más o menos difusa de felicidad – y sin embargo…».
«De acuerdo con el espíritu de su tiempo – continúa Reverdy-Matisse representa el vértice de una libertad extrema que se exalta y organiza de una manera que podemos llamar serena, mientras que en el otro extremo se instaura, en una especie de ascesis feroz, una disciplina guardada heroicamente…». Hielo ardiendo, libertad y disciplina, felicidad y ascesis. Color y luz, sí, pero también ritmo, música. Textura y arabesco, pero sobre todo exploración sistemática de la forma. El legado de Ingres y de Degas, la proximidad de Bonnard o Vuillard, pero también la seducción de Oriente y la sensualidad del Mediterráneo, lo exótico y lo próximo. Y por encima de todo, pintura: lujo, calma y voluptuosidad.

Lujo, calma y voluptuosidad – MARÍA DOLORES JIMÉNEZ-BLANCO

La Vanguardia

Henri Matisse. El Museo Thyssen-Bornemisza revisa en una muestra deslumbrante el esfuerzo único del artista francés por alcanzar su idea de la pintura, una fusión de color y luz, ritmo, música y texturas

Matisse-Odalisca con pandereta-The Museum of Modern Art, Nueva YorkMatisse 1917-1941 MUSEO THYSSENBORNEMISZA MADRID Comisario: Tomás Llorens Paseo del Prado, 8 Tel. 91-369-01-51 www. museothyssen. org Hasta el 20 de septiembre

Las dos fechas escogidas para encuadrar la exposición de Matisse que ahora se presenta en el Museo Thyssen de Madrid, 1917 y 1941, nos sitúan en medio de sendas guerras mundiales. Nadie lo diría contemplando las piezas expuestas. Ninguna alusión al dolor o a la destrucción, ningún lamento o crispación, ningún manifiesto como no sea a favor de la propia pintura. No se trata de una selección engañosa o sesgada. Por el contrario, representa a la perfección lo que mejor caracteriza a Matisse: «lujo, calma y voluptuosidad». Él mismo tomó prestado ese verso de Baudelaire para titular una de sus primeras obras maestras, muy anterior a 1917. En muchas ocasiones se ha malentendido su exquisita sensibilidad pictórica, su sentido del lujo,como una claudicación, como un abandono del imperativo de experimentación que parecían exigir las vanguardias.

Ese malentendido explicaba que de la trayectoria de Matisse interesaran sólo los períodos inicial y final. En el primero se le caracterizaba como cabeza de fila del escándalo fauve en torno a 1905, y en el segundo, como inventor de imágenes de gran fuerza gráfica mediante papeles recortados en la segunda postguerra mundial. Entre ambos discurrían, como de puntillas, veinticinco años que no se valoraban sino como un incómodo compás de espera entre dos grandes momentos. Ese tópico historiográfico, forjado a la sombra del mito de la modernidad como una sucesión de rupturas, decidió ignorar la tozuda coherencia que atraviesa toda la trayectoria de Matisse, imposible de fraccionar. Toda ella viene a componer un esfuerzo único, sostenido a través de los años, que no es sino una larga, disciplinada y genial reflexión sobre la esencia misma de la pintura.

Interior-con-funda-violinNo es extraño, por tanto, que la ventana – emblema de la propia pintura desde el Renacimiento-se convirtiese en uno de los motivos recurrentes de la obra de Matisse. La ventana entendida como metáfora de la pintura, como punto de encuentro entre lo interior y lo exterior – física y espiritualmente-.Es decir, la ventana como conexión entre la visión del artista y la naturaleza. Ese es el tema de las primeras salas de la exposición, literalmente deslumbrantes, que exploran precisamente la contraposición entre la penumbra del interior y el sol del exterior, entre la intimidad a media luz y el cegador cielo abierto del Midi francés. Allí se retiró Matisse para continuar su personal búsqueda artística en soledad, alejado del ruido parisino.

Una retirada que podríamos relacionar con la del único pintor del siglo XX que puede comparársele: Pablo Picasso, que también encontró en el sur de Francia el refugio necesario para trabajar después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las novedades artísticas parecían ir por caminos diferentes del suyo. Para Picasso, la costa mediterránea significó una vía de regreso a los orígenes de la civilización, una atalaya para reflexionar sobre el pasado, pero también un lugar en el que disfrutar intensamente de todo lo que la vida podía ofrecer después del enorme cataclismo de la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial, que habían dejado huellas visibles en su obra. No en vano, llegó a producir uno de los más sobrecogedores emblemas de las guerras modernas: el Gernika.En la obra que realiza Matisse entre 1917 y 1941, sin embargo, no encontramos ninguna cicatriz de los acontecimientos históricos que tan trágicamente caracterizaron la época. Contemplando sus interiores con ventanas, sus odaliscas, sus retratos, sus esculturas o sus dibujos de línea, jamás podríamos presentir que corresponden cronológicamente a una época tan convulsa: ni rastro del ascenso de los fascismos, del nazismo, de la ocupación de Francia, del gobierno de Vichy o de los esfuerzos de la resistencia – hechos que le afectaron familiarmente-;ni rastro, tampoco, de la desasosegante crisis de las vanguardias, de las nuevas exigencias morales que parecían plantearse a los artistas, de los problemas del mercado…; ni rastro, siquiera, de acontecimientos vitales como una separación matrimonial o varias enfermedades graves.

En sus estudios de Niza, en la plaza Charles-Félix de Niza oen el hotel Regina, no cabían turbaciones distintas de las de la pintura. Pero esa posición no debe asociarse a ligereza o frivolidad: por el contrario, significaba un esfuerzo titánico. Bajo esa radiante, seductora serenidad que Matisse supo mantener a toda costa en su obra, se escondía una lucha ingente. La refinada selección de piezas propuesta por el comisario de la exposición, Tomás Llorens, deja intuir en la búsqueda de Matisse una fuerza emocional y estética que la mayoría de los historiadores habían pasado por alto durante décadas, pero que apuntaron ya algunos de los artistas y críticos que conocieron a Matisse de cerca. Así, Georges Duthuit, casado con Marguerite Matisse, dedica al artista un revelador texto que titula «El taller de luz», en el que entre otras cosas dice: «Impresión de frescura, sí, pero de una intensidad casi insostenible: sensación de fuego ardiendo». Pierre Reverdy, por su parte, escribió: «…a pesar de que conozco a Matisse desde hace ya más de cuarenta años, nunca puedo pensar en él sin que su imagen se presente acompañada de la idea más o menos difusa de felicidad – y sin embargo…».

«De acuerdo con el espíritu de su tiempo – continúa Reverdy-Matisse representa el vértice de una libertad extrema que se exalta y organiza de una manera que podemos llamar serena, mientras que en el otro extremo se instaura, en una especie de ascesis feroz, una disciplina guardada heroicamente…». Hielo ardiendo, libertad y disciplina, felicidad y ascesis. Color y luz, sí, pero también ritmo, música. Textura y arabesco, pero sobre todo exploración sistemática de la forma. El legado de Ingres y de Degas, la proximidad de Bonnard o Vuillard, pero también la seducción de Oriente y la sensualidad del Mediterráneo, lo exótico y lo próximo. Y por encima de todo, pintura: lujo, calma y voluptuosidad.

Matisse redivivo

naturaleza-muerta-con-mujer-dormidaReflexión No hay máquina que supere al ojo del que contempla directamente los inusuales colores, las composiciones verticales: hay que ver esta muestra

Agustín Tena, La Vanguardia

Cuando entramos en esta exposición única se siente de inmediato el aliento poético de la mejor pintura. No se trata de cuadros grandes ni imponentes, los temas se repiten y los motivos son clásicos y austeros: habitaciones de hotel, ventanas, cortinas, tapices y papeles pintados; mujeres recostadas, dormidas o leyendo. Hemos visto solamente la primera sala, unos diez lienzos, y ya parece evidente que lo más recomendable es volver atrás y empezar de nuevo. Hay que mirar muy bien estas obras, no es una muestra más donde deambulas pacíficamente entre los espectadores sabiendo que luego en casa lo verás tranquilamente y con mucho más detalle en un catálogo de perfecta fotomecánica.

Con Henri Matisse, eso no va funcionar: no hay máquina que supere al ojo humilde del que contempla en vivo sus inusuales colores, las abundantes composiciones verticales, el punto de vista que a veces parece de un gran angular y otras un picado de cámara, la playa apenas insinuada entre persianas o el Mediterráneo apacible en el verano de la Costa Azul. Nose conformen con las reproducciones que acompañan a estas líneas y vayan si pueden a entrar en esos cuartos de Niza donde el maestro colocaba a sus modelos o alzaba el caballete para darnos un minuto de su intimidad con la belleza exenta de grandilocuencia, la belleza elegida para su madurez por un hombre que había triunfado inaugurando las vanguardias de principios del siglo XX y en 1917 se fue a la costa para que lo dejaran en paz.

Ya en 1908, siendo la máxima estrella del fauvismo, había escrito su célebre declaración de intenciones: «Sueño con un arte equilibrado, puro, tranquilizador, sin temas inquietantes ni turbadores, que sirva para cualquier trabajador, intelectual, hombre de negocios o artista, como lenitivo, como calmante cerebral, como una especie de buen sillón donde descansar la fatiga física». Si esta exposición es única, y probablemente memorable, es porque por primera vez se ha buscado al Matisse de los años de entreguerras, un artista que encuentra su calma y su poesía en ese fauteuil turco sobre el que reposa su odalisca de 1927 mientras retira el tobillo de un tablero del juego de las damas, o en las telas, biombos y alfombras magrebíes que había descubierto en su viaje a Tánger de 1912, alojado en la habitación número 9 del tercer piso del Hotel Villa de France, donde desde dos ventanas mucho más pequeñas que las de sus habitaciones de Niza dominaba por un lado la plaza que daba entrada al zoco y por otro la bahía abierta al brioso oceáno Atlántico.

Y en este periodo todavía lenitivo,una época en la que, como dice Clement Greenberg, «la mejor pintura francesa ya no busca tanto descubrir el placer como proporcionarlo», Matisse se emplea en la tarea de colocar la ornamentación oriental en el cuadro con una soltura que no tuvo ni posiblemente quiso tener su maestro simbolista Gustave Moreau.

La división de las salas que ha hecho el comisario Tomás Llorens atiende a la cronología y también a una clasificación temática que, si algunas veces se entrecruza, no impide al visitante recibir esa dádiva hedonista del pintor de Le Cateau-Cambresís. La segunda parte se titula Paisajes, jardines y balcones y comienza con el sorprendente Gran paisaje de Mont Alban,seguido de los dos que pintó en la playa normanda de Étretat, adonde acudió para acompañar a su hija en una convalecencia. En el primero, Gran acantilado: las dos rayas, y en el segundo y más vespertino, El congrio, Étretat,según nos cuenta Llorens, el maestro hacía un lecho de algas sobre la arena para colocar el pescado y, mientras un muchacho iba regando los peces con agua de mar para mantener brillos y colores, pintaba el bodegón en primer término y el paisaje con el acantilado al fondo. En la bahía, en ambos cuadros hay un velero estratégicamente situado a efectos de composición: en el paisaje de la tarde la raya es blanca y la vela es negra, y en el del anochecer el congrio es negro y la vela es blanca.

Muy diferente es el tratamiento de La conversación bajo los olivos,óleo de 1921 en el que retrata a su hija y a su modelo vestidas con mantilla en un entorno de variadas gamas de verdes, plateados y azules deliciosos, enriquecidos por el inminente ocaso solar de la Riviera. En todo caso, en esta y en las salas siguientes los grandes protagonistas son los interiores, apareciendo el paisaje en mayor o menor grado de fragmentación según los enmarque el artista en los balcones o en las ventanas. Y en estos interiores habitan siempre las mujeres, jóvenes en momentos de reposado ocio doméstico o exóticas odaliscas tendidas ante el artista y rodeadas de los consabidos ornamentos norteafricanos.

Sobre estos cuadros cayó el martillo de cierta crítica que acusaba a Matisse de haber perdido mordiente creativa para entregarse a la comercialidad con temas de éxito seguro. Frente a tales aseveraciones, hay que atreverse a traducir a Henry Miller cuando en Trópico de cáncer escribe: «En cada poema de Matisse se puede encontrar la historia de una partícula de carne humana que se resiste a la consumación de la muerte (…). Sus odaliscas están tapizadas con jaspe y malaquita, tienen la carne velada por un millar de ojos, ojos perfumados en un baño de semen de ballena (…). En el pincel de Matisse brilla el temblor de un mundo en el que la sola presencia de la mujer hace realidad los sueños más efímeros».

Profundidad tridimensional Lo cierto es que en esta serie de telas, que ocupan al artista durante casi toda la década de los roaring twenties,se producen también una serie de avances técnicos relacionados con la situación del pintor frente a lo retratado y la búsqueda de la profundidad tridimensional para que el ojo penetre con mayor sensación de realidad en las habitaciones.

Luego viene un periodo de viajes por América y Oceanía, y un encargo – hacer un mural para una fundación americana, una segunda versión de la famosísima La danza del Museo del Ermitage de San Petersburgo-que dará un vuelco a su carrera. Las últimas salas de la exposición del Museo Thyssen se ocupan de los años comprendidos entre 1934, cuando Matisse ha finalizado el trabajo transatlántico, y 1941, momento en el que surgen los problemas de salud que acabarían impidiéndole usar el pincel, aunque iba a encontrar en el collage la forma de seguir prodigando su genio. Antes de eso, se dedicó al dibujo y la escultura, género este último en el que – pese a declararse «un pintor que esculpe y no un escultor que pinta»-logró piezas rotundas y voluptuosas como el aquí presente Gran desnudo sentado, al que dedicó siete años de trabajo.

En 1940 escribe a Bonnard: «Hay un no sé qué de naturaleza convencional que me paraliza y me impide expresarme como desearía en pintura. Mi dibujo y mi pintura se separan. (…) Tengo una pintura entorpecida por unas convenciones nuevas de manchas planas por medio de las cuales tengo que expresarme completamente, de tonos exclusivamente locales, sin sombras, sin modelado, que deben reaccionar entre ellos para sugerir la luz, el espacio espiritual». El último cuadro de la muestra, Naturaleza muerta con mujer dormida,en el que la modelo lleva la camisa búlgara tantas veces pintada en aquellos años, es perfecta prueba de que el artista superó esa crisis antes de caer enfermo.