París, ciudad de las luces. Sus cúpulas brillan, sus monumentos resaltan bajo los focos de fuertes proyectores; sus atardeceres hacen despuntar las siluetas de sus gigantescas estatuas.
Hay resplandor en las cintas doradas que cierran los ballotin rellenos de chocolatines, en las zapatillas de espejuelos en alguna vitrina del lujoso Faubourg Saint-Honoré, en los soles radiantes en Clevet.
Tanto fotón luminoso puede obnubilar y ocultar la otra París, la de los claroscuros; aquella donde un rayo logra apenas filtrarse por el túnel del metro o donde una bombilla al final de un largo corredor ilumina uno de los muchos clochards que busca abrigo de los húmedos inviernos: mendigos afortunados que no pasan la noche a la intemperie en el ingreso de algún edificio y al abrigo de alguna manta inmunda acompañados por sus perros.
Voy en el metro. No hay muchos turistas. Frente a mi, observo una mujer de mediana edad. Sus ojos están protegidos por unas gafas de gruesos cristales detrás de los cuales logro entrever algo que resplandece, casi titila, como una estrella. Pronto descubro que se desliza suavemente por la mejilla. Una furtiva lagrima… La mujer se mantiene inmóvil y al alcanzarle la gota la mandíbula, levanta lentamente la mano donde mantiene estrujado un pequeño pedazo de papel rosado que seguramente ha secado varias lágrimas. Se seca con disimulo, con una discreción dolorosa. Sus ojos miran pero no ven. Simplemente ocultan.
Los días en la invernal París transcurren entre luces navideñas que decoran sus grandes avenidas. La ciudad ofrece decenas de exposiciones que ponen a relucir el talento y la creatividad de artistas como Saint Phalle, Hokusai, Koon, Delaunay…Esculturas, pinturas, grabados, diseños, maquetas que son el resultado de la brillante materialización de ideas nacidas en la mente de sus creadores pero que en muchas ocasiones surgieron de lugares oscuros, con sombras perturbadoras e inclusive de recuerdos dolorosos.
Me siento a escribir en un pequeño parque, poco visible. Un reducto de verdor en plena ciudad. En él se encuentra un austero mausoleo donde reposaron en algún momento los restos de Louis XVI y Maria Antonieta, reyes de historia contrastante. La frialdad del monumento es suavizada por la tibia luz matinal del primer día del año.
En el césped, una jovencita de unos 12 años practica unos movimientos giratorios sobre sus pies ante la supervisión de su madre quien la corrige con cierta severidad. Los rasgos asiáticos de ambas me hacen pensar que la chiquilla practica Tai Chi. Les pregunto. Se ríen. La joven está practicando patinaje artístico.
Es fin de año in questo popoloso deserto che appellano Parigi. Bajo su cielo brillante, la ciudad vibra. Sus árboles aún sin tener hojas, generan un sottobosco donde todo puede iniciar y todo puede acabar. Se cierran puertas que no dejan entrar luz. Se abren otras para que entren nueves resplandores.