Pavia, la ciudad rosada

Forse perché della fatal quiete
Tu sei l’immago a me sì cara vieni
0 sera! E quando ti corteggian liete
Le nubi estive e i zeffiri sereni,
E quando dal nevoso aere inquiete
Tenebre e lunghe all’universo meni
Sempre scendi invocata, e le secrete
Vie del mio cor soavemente tieni.
Vagar mi fai cò miei pensier su l’orme
Che vanno al nulla eterno; e intanto fugge
Questo reo tempo, e van con lui le torme
Delle cure onde meco egli si strugge;
E mentre lo guardo la tua pace, dorme
Quello spirito guerrier ch’entro mi rugge

Alla sera, Ugo Foscolo

Pavia es una ciudad rosada. Cada ciudad tiene su color y según ese artista que ve monocromático y transforma los colores de su entorno en música, cada ciudad tiene su música. Me pregunto como suena Pavia.
Por dónde uno se voltee hay algún tono de rojo, rosado , rojo-marrón. Las construcciones románicas son de ladrillos tostados por el paso del tiempo. Es un románico de alta edad media, de hermosos capiteles y archivoltas. Las cúpulas de su duomo – semiesféricas y de hierro- recuerdan cascos de soldados y son las mayores cúpulas de Italia.
Tuve la oportunidad de visitar una iglesia de un nombre hermoso: San Pietro in Ciel d´Oro. En ellas se conservan los restos de San Agustín, protegidos por una impresionante tumba de mármol blanco finamente tallado. La iglesia tiene una cripta magníficamente conservada. Desde allí me quede escuchando a un fraile agustiniano que rezaba un responsorio a un pequeño grupo de ancianos. Aquel rezo, recitado con voz suave y continua, sin titubeos, en aquella inmensa iglesia, era seguido de respuestas de voces quebradas por los años, algo doloridas, casi de lamento. Una letanía que me sumió por unos instantes un rico sopor.
Quizás la única parte de ciudad que no es rosada es su universidad, que pasa por ser la mas antigua de Europa. Es un noble edificio, algo descuidado, que esta lleno de patios internos por donde corretean jóvenes estudiantes. Los mismos patios por donde transitaron Camillo Golgi, Alessandro Volta, Ugo Foscolo y – tarde me enteré- mi propio bisabuelo Agustín.
Llegué un domingo en la tarde y decidí aprovechar que el verano regala horas adicionales de luz hasta entrada la noche para ir a pasearme sus calles. Estaba prácticamente sola. Llegué incluso a pensar que los pocos seres que conseguí eran una almas en pena. La Piazza del Duomo estaba llena de golondrinas que piaban sin cesar a pesar de ser casi las nueve de la noche. Al entrar por las callejuelas mas estrechas, oí unos gritos desde una ventana: eran fanáticos del fútbol. Entendí repentinamente la soledad de las calles: se estaba jugando esa misma noche un partido de la copa europea con el equipo italiano.
Seguí andando. Encontré otras pequeñas iglesias desde cuyas ventanas se asomaban palomas con su arrullos graves que en aquella soledad se hacían algo espeluznantes.
El sonido de las gaviotas me anunció que me estaba acercando a las orillas del Ticino. Deseaba cruzar el famoso puente cubierto, de época romano pero de reconstrucción medieval. Me apoyé en un coche para fotografiarlo. Fui cubierta por millones de zancudos. Recordé a Anita Garibaldi y tuve la certeza que si tomaba una foto mas terminaría con las mismas fiebres maláricas esa misma noche en la habitación de mi hotel.
Cruce el puente con cierta premura y decidí regresar en busca de refugio. Camino al hotel, la ciudad seguía desierta. La comercial Strada Nuova, llena de tiendas cerradas con vitrinas encendidas, no resultó demasiado atractiva: cada dos negocios, una zapatería. Un verdadero culto al pie, casi rayando en fetichismo.
Llegué finalmente con el cielo oscuro después de cruzar una ciudad desierta habitada por mosquitos. Una experiencia quasi fantasmagórica pero no exenta de encanto.