Tratar de entender nuestro presente pasa por conocer y comprender nuestro pasado. Quizás muchas de las situaciones de intolerancia que vivimos hoy en día pudieran entenderse desde la perspectiva del historiador.
Les copio este artículo que apareció hoy en Babelia sobre el último libro del historiador Anthony Padgen.
ENTREVISTA: EN PORTADA
Anthony Pagden
Una guerra sin fin
El historiador Anthony Pagden da las claves de 2.500 años de encuentros y desencuentros entre Oriente y Occidente
FERNANDO GUALDONI 15/01/2011
Cuando se cumplen diez años del 11-S, el historiador británico Anthony Pagden ilumina los orígenes y las claves de la confrontación entre Oriente y Occidente. Habla de su libro, Mundos en guerra, traza un mapa de la situación actual y asegura que parte de la clave para alcanzar la reconciliación y el entendimiento está en la secularización.
Todo empezó con un rapto, el de Helena, esposa del rey espartano Menelao, por parte de un lechuguino troyano, Paris. La famosa guerra de Troya que libraron «los aqueos, griegos del noreste del Peloponeso, y los troyanos, un pueblo casi mítico de Asia menor», es para Anthony Pagden, autor de Mundos en guerra (RBA), el inicio de la «enemistad perpetua» -como la llamó Herodoto- entre Oriente y Occidente. Con un buen ritmo narrativo, mezclando mitología, hechos y anécdotas, Pagden navega por los océanos del tiempo desde las Guerras Médicas, la invasión de Alejandro, la conquista de Roma y la entrada del sultán Mehmet II a Constantinopla hasta la expedición de Napoleón a Egipto -un intento de imponer la civilización occidental sin conquista y el origen de muchos conflictos posteriores-, la colonización europea, la caída del imperio otomano, las dos guerras mundiales, y el nacimiento del radicalismo musulmán. Nada menos que 2.500 años de historia que llegan justo a tiempo para echar luz sobre un episodio tan trágico como fue el 11-S en el décimo aniversario.
El profesor británico de historia y ciencias políticas de la Universidad de California (UCLA) mejora el estilo de su trabajo Peoples and Empires (Modern Library Chronicles, 2001), que en menos de 200 páginas recorre y analiza el auge, caída y herencia de los imperios europeos. Mundos en guerra.2.500 años de conflictos entre Oriente y Occidente es dos veces más extenso, pero se disfruta dos veces más. El ensayo-novela de Pagden es sumamente útil como texto de divulgación general y no pretende competir con obras reconocidas como la Historia de los árabes (1991) del británico de origen libanés Albert Hourani. El libro juega en otra liga, la que intenta acercar la historia universal a la mayor cantidad de lectores posible. Pagden, que se confiesa partidario del Estado secular, busca con la misma franqueza analizar y explicar la batalla entre los valores de la Ilustración y la religión.
Una advertencia: para el autor, los países de Occidente y los de Oriente Próximo, como los griegos y los persas en la antigüedad, están avocados a una difícil coexistencia dado que el concepto de ciudadanía en ambos mundos es diametralmente opuesto. Esta entrevista, hecha a medias por correo electrónico y por teléfono entre Madrid y Los Ángeles, se produjo entre los días del brutal atentado contra una iglesia copta en Egipto y el asesinato del gobernador paquistaní de Punyab por su oposición a la ley de blasfemia impulsada por el islamismo radical.
PREGUNTA. Dice en el prefacio que la idea le surgió después de que su esposa observara una foto de unos musulmanes iraníes rezando, que imagino reflejaba su sumisión a Dios. ¿Es esta clase de foto la que mejor representa el significado del islam?
RESPUESTA. Me temo que sí. La imagen era precisamente de sumisión. El argumento fundamental de mi libro no es, como algunos dan por sentado, un ataque al islam como tal, ni siquiera un ataque a la religión, aunque me disgustan profundamente las religiones monoteístas de cualquier tipo, ya sea musulmana, cristiana o judaica. El argumento era que lo que ha distinguido a «Occidente» de «Oriente» desde la Antigüedad hasta el primer tramo del siglo XX, es, en términos generales, una división entre esas sociedades donde la religión desempeña un papel reducido o nulo en la vida civil, donde la ley se concibe fundamentalmente como un objeto humano y, por tanto, está expuesta al cambio y la interpretación, y aquellas -el islam en particular- en las que no existe distinción alguna entre sociedad civil y religión y la ley se basa en los dictados de un dios. Puesto que el dios de todos los grandes monoteísmos solo ha hablado una vez a cada grupo -a Moisés, a Cristo o a Mahoma- y eso sucedió hace mucho tiempo, sus leyes son, en el mejor de los casos, extrañas y desfasadas. Lo que esa fotografía parece captar es esa obediencia que se espera que todos los musulmanes verdaderos muestren ante las palabras del dios como la base de toda vida humana, civil y religiosa. Por supuesto, es una visión monolítica de las realidades de la vida que se da en muchos estados musulmanes actuales, como digo en el último capítulo del libro, pero eso no era lo que me interesaba al principio. Lo que me interesaba era precisamente cómo había evolucionado una imagen particular de Oriente en la mente occidental desde la Antigüedad.
P. ¿Cree que la idea del islam como un movimiento libertario más que como una religión podría seducir a los musulmanes más moderados para que se unan a la lucha contra Occidente?
R. Sí. Los indicios apuntan claramente a que muchos se han visto arrastrados al islam radical, al igual que los jóvenes furiosos y marginados de Europa se vieron atraídos en los años sesenta y setenta por el marxismo, no tanto por su contenido, sobre el que sabían muy poco, al igual que la mayoría de los yihadistas musulmanes parecen conocer muy poco sobre el islam, sino porque ofrecía un medio sencillo y violento para atacar a quienes consideraban por varias razones responsables de sus penurias. Gilles Keppel, el erudito islámico de origen francés, afirma con rotundidad que Al Qaeda se parece más a las Brigadas Rojas italianas o la Baader-Meinhof alemana que a una cruzada religiosa. Y, por supuesto, como ocurría con las Brigadas Rojas y la Baader Meinhof, los yihadistas islámicos son una minoría pequeña aunque muy peligrosa cuyas creencias no reflejan las de la mayoría de los musulmanes, ya sean moderados o de otra índole.
P. ¿Debería Occidente dejar de intentar imponer la democracia liberal en Oriente?
R. En este momento, Occidente (es decir, Estados Unidos y unos pocos aliados reacios) solo intenta, al menos mediante una acción directa, imponer la «democracia liberal» en dos regiones de Oriente Próximo: Afganistán e Irak. En ninguno de esos tienen una mínima posibilidad de éxito. Los afganos derrotaron a británicos y soviéticos y sin duda derrotarán a los estadounidenses. Para mí, existe un fallo fundamental en el razonamiento que subyace tras gran parte de la política exterior estadounidense (y, por desgracia, incluso en la de su presidente Barack Obama): que mientras un país sea estable e interese a Estados Unidos, su forma de gobierno no constituye un problema. Aunque sea inestable, mientras se encuentre lejos de la costa estadounidense y no suponga una amenaza para sus intereses, puede ser acosado diplomáticamente, pero por lo demás se le deja en paz. No se ha producido una intervención estadounidense en Zimbabue y es poco probable que la haya en Costa de Marfil. Sin embargo, una vez que la inestabilidad de un Estado amenaza a Estados Unidos o sus aliados, la manera de lidiar con ello es «un cambio de régimen», instaurando la democracia por la fuerza, y una vez que se ha logrado (y esto generalmente significa, como ha ocurrido en Afganistán e Irak, unas elecciones amañadas) retirarse lo antes posible, dejando a menudo a varias empresas turbias como Halliburton para que cosechen los considerables beneficios que genera la «reconstrucción». En Afganistán esto está conduciendo a otro Vietnam; en Irak, probablemente se convierta en una guerra civil a gran escala, cuyos vencedores serán los chiíes, que luego formarán una teocracia como la de Irán. La suposición es que la democracia liberal es la forma predilecta de gobierno de todos los pueblos; que es, en la práctica, algo innato y que «imponerlo» solo significa eliminar los impedimentos que se han situado en su camino.
Asimismo, lo que nunca ha llegado a entender Estados Unidos es que, en muchos lugares, unos comicios pueden provocar la elección de un gobierno que sea cualquier cosa menos liberal o demócrata. Países como Egipto y Argelia no celebran elecciones porque, como ha demostrado sobradamente el ejemplo argelino, los ganadores con toda probabilidad no serían demócratas laicos y moderados occidentales, sino algún grupo musulmán extremista. Pero el motivo principal de enojo para los musulmanes y, por tanto, el máximo atractivo del islam radical, es el Estado de Israel. Hablando claro, los musulmanes odian a Estados Unidos porque Estados Unidos -y, por extensión, todo el mundo occidental no musulmán- está considerado, equivocadamente, un amigo incondicional de Israel. Hasta que se ofrezca alguna solución a ese conflicto, los radicales musulmanes seguirán atacando lo que ellos perciben como Occidente. Creo que, por ejemplo, a quienes colocaron las bombas en Madrid y Londres no les importa en absoluto el destino de los palestinos. Pero la lucha entre Palestina e Israel es un pretexto para dar rienda suelta a sus frustraciones contenidas por sentirse pobres y marginados en una cultura que les es ajena.
P. ¿Dónde están los límites de Oriente y Occidente? ¿Por dónde discurrirán las fronteras en el futuro? ¿Cómo podemos vivir juntos en un mundo globalizado y, al mismo tiempo, trazar una línea de respeto entre los Estados laicos y los religiosos?
R. En el libro intento explicar que la demarcación entre Oriente y Occidente, si bien siempre ha tenido una forma geográfica (no muy precisa) es, a efectos prácticos, fruto de la imaginación occidental. Así que mi respuesta es que no existe frontera. La verdadera lucha es la que se libra entre la forma de pensar de los grupos religiosos del tipo que sean -en este momento, los musulmanes son los más alarmantes y peligrosos, pero puede que existan otros en el futuro- y el pensamiento del Occidente liberal laico. Es muy posible trazar lo que usted denomina una «línea respetuosa» entre Estados laicos y religiosos. Estados Unidos está encantado de hacer negocios con Arabia Saudí, el país árabe más agresivamente fundamentalista. De hecho, George Bush, que también es un fundamentalista, sin duda tenía más en común con los saudíes que, por ejemplo, con Zapatero, el presidente español.
La hostilidad de Estados Unidos hacia Irán, como ha reiterado Obama, y como Bush hizo antes que él, no tiene nada que ver con la división entre laicismo y religión, sino que obedece a la agresión abierta de Irán contra Israel y su aparente determinación de desarrollar armas nucleares. Ahora el problema es dónde y cómo trazar la línea en Londres, Madrid o París. Porque, aunque los Estados laicos y religiosos sean capaces de mantener unas relaciones respetuosas entre sí, los individuos dentro de ese mismo Estado no pueden. No pueden porque muchos musulmanes de Europa han insistido en que deberían tener derecho a hacerlo; afirman ser ciudadanos de España, pero también insisten, por ejemplo, en que tienen el derecho divino de decidir con quién debe casarse su hija, negarle una educación o, en los casos más extremos, matarla si al desafiarlos ha «deshonrado» supuestamente a su familia. En Occidente, la religión es una cuestión privada y no pública. Y el problema con el islam, a diferencia, por ejemplo, del hinduismo, el budismo o incluso el judaísmo, es que no reconoce que el Estado puramente laico tenga derecho a existir, y mucho menos dictar cómo deben vivir su vida los musulmanes.
P. ¿La preponderancia de Occidente o la idea de que Occidente se impondrá como civilización universal está en declive?
R. Sí y no. Pero en realidad depende del significado que otorgue al término Occidente. Si equivale a un mundo basado en el Estado de derecho laico, en un Gobierno participativo en términos generales (aunque no una democracia liberal como nosotros la entendemos), en la creencia en el progreso tecnológico y la búsqueda de riqueza, todo apunta a que lo que ha dado en llamarse «Euroasia» sigue dominando y seguirá dominando el mundo durante un tiempo. Si, por el contrario, «civilización occidental» equivale a algo parecido a una democracia liberal que no es simplemente una sociedad laica gobernada por la ley, sino gobernada en gran medida por la mayoría de sus ciudadanos y regida por los intereses de estos; que sostiene que el Estado tiene la obligación de mantener a sus miembros más pobres; que ningún ciudadano debe morir porque no pueda permitirse una atención sanitaria adecuada; que debe existir igualdad entre sexos y las diversas razas de las que está compuesta la sociedad; que la religión, aunque nunca debe ser impuesta, ha de ser tolerada en todo momento, al igual que las preferencias sexuales, la libertad de expresión, etcétera, etcétera; si se refiere a eso, entonces, por desgracia, la idea de que esa civilización se impondrá fuera de Occidente fue abandonada hace mucho, pero cada vez se ve sometida a más ataques dentro del propio Occidente.
P. Tras leer su libro, resulta difícil no recordar la teoría del choque de civilizaciones de Samuel Huntington. ¿Cree sinceramente que se impondrá el radicalismo porque la idea de moderación solo impera en el bando occidental?
R. No. Lo que yo he dicho es que para los musulmanes radicales, la moderación y la tolerancia -eso no conlleva la suposición de que cualquier forma de pensamiento o creencia sea acertada en ningún sentido, sino la voluntad de aceptar y vivir con quienes sabemos que están equivocados o engañados- son una virtud laica de Occidente, como también lo es para los fundamentalistas y literalistas de cualquier clase. Pero esto no significa que todos los musulmanes comulguen con esa idea. Y aunque lo hicieran, no están necesariamente obligados a hacer algo al respecto. Un radical que no ejerce su radicalismo no constituye una amenaza para nadie. Así que una alianza de civilizaciones es perfectamente posible.
P. El fundamentalismo musulmán ha crecido en Oriente Próximo, pero el radicalismo cristiano también es un fenómeno creciente en Estados Unidos. ¿Cree que el auge del radicalismo cristiano, vinculado al ala más dura del Partido Republicano y con capacidad para influir en la política estadounidense, es una amenaza tan a tener en cuenta como el integrismo?
R. No. Más de la mitad de la población de Estados Unidos cree en algún tipo de dios y un número importante incluso afirma creer en ángeles y demonios. El país está inundado de sensibleras historias sobre el más allá, la intervención divina y cosas por el estilo. La mayoría de las personas que se tragan esas historias son pobres e ignorantes, pero un número alarmante no lo es. Los fundamentalistas cristianos ejercen una influencia política considerable sobre la derecha porque pueden proporcionar votos. Pero en su mayoría están obsesionados con cuestiones sexuales -sobre todo los derechos de los homosexuales y el aborto- y nunca han ejercido mucha influencia en alguna política real que no esté asociada con estos asuntos. La única excepción notable era la cuestión de la investigación con células madre. Pero la prohibición no sobrevivió a la desaparición de la administración de Bush.
Aun así, el auge de la sinrazón, con independencia de la forma que adopte, desde luego es preocupante. Si en los 60, cuando yo era estudiante, alguien me hubiera dicho que apenas 40 años después la religión sería crucial de la política internacional y nacional lo habría tomado por loco. Así pues, ¿quién sabe qué horrores nos depara el futuro? El candidato más probable del Partido Republicano para las presidenciales de 2012 es un hombre que, si es fiel a las doctrinas fundamentales de su iglesia, no solo cree que existe un dios, sino que ese dios es un hombre que en su día vivió en otro planeta, que puedes bautizar a toda la humanidad, a todos los seres que han vivido alguna vez, con carácter retroactivo, que las ideas vienen dictadas por los sentimientos, que nadie debería leer nada que no haya sido autorizado por su iglesia, y así sucesivamente. [Pagden se refiere al mormón Mitt Romney].
P. ¿Por qué decidió excluir del libro a China, Japón y en buena parte a India?
R. Mi historia se centra en el conflicto entre Occidente y Oriente, y cómo en términos generales se ha concebido desde la Antigüedad. China no ha participado en este. Hasta el siglo XVIII, lo que ahora se conoce como Extremo Oriente apenas existía en la imaginación europea. Es cierto que, para Montesquieu, China era el principal ejemplo de «despotismo oriental». Otros, como por ejemplo el filósofo alemán Leibniz, aunque creía que China estaba atrasada en el plano científico, la ensalzaban como un modelo de rectitud moral, superior a cualquier cosa que se encontrara en la Europa cristiana. Occidente no se enfrentó a China o ningún otro país de Extremo Oriente hasta las Guerras del Opio del siglo XIX, y estas fueron comerciales y no ideológicas. El caso de India es bastante más complejo. Sin embargo, aunque los británicos y franceses libraron guerras prolongadas en India y por supuesto Gran Bretaña llegó a dominar todo el continente, tampoco fueron guerras motivadas o mantenidas por un sentimiento profundo de antagonismo cultural. De hecho, como intento explicar en el libro, existió un poderoso movimiento de erudición -que ha continuado hasta nuestros días- que veía a India como el hogar de todos los pueblos indoeuropeos y, por tanto, como el origen de toda la civilización occidental, y consideraba la aldea india el único ejemplo superviviente de la polis griega original.
CRÍTICA: EN PORTADA
Mundos en guerra. 2.500 años de conflictos entre Oriente y Occidente
Una interminable historia
Anthony Pagden ha escrito un magnífico friso para entender los encuentros y desencuentros entre Oriente y Occidente
JOSEP RAMONEDA 15/01/2011

Tropas italianas disparan un cañón contra los austriacos durante la batalla de Carso, en la Primera Guerra Mundial.- POPPERFOTO / GETTY IMAGE
Dos mil quinientos años y la guerra continúa. Esta es la descorazonadora conclusión a la que nos conduce Anthony Pagden después de ofrecernos, en Mundos en guerra, un brillante friso que narra la historia de las relaciones entre Occidente y Oriente a partir de los grandes momentos de guerra, postración y devastación.
Fue Heródoto el primero que se preguntó «qué era lo que dividía a Europa y Asia y por qué dos pueblos similares en muchos aspectos habían llegado a concebir odios tan perdurables entre ellos». Los asiáticos (los de las tierras del sol naciente) «eran fieros y salvajes, formidables en el campo de batalla» pero, por encima de todo, «sumisos y serviles. Vivían siempre intimidados por sus gobernantes, a los que no consideraban simples hombres como ellos, sino dioses». Los europeos (los de las tierras del sol poniente) amaban la libertad por encima de la vida y vivían bajo el imperio de la ley, no de los hombres y aún menos de los dioses. De este surco trazado por el historiador griego germinaron unas pautas culturales que de algún modo siguen alimentando hoy la idea de que Occidente y Oriente son dos mundos separados por dos visiones irreconciliables de la vida humana. El propósito de Anthony Pagden es hacernos comprender que «los trágicos conflictos que surgen ahora por las tentativas occidentales de reorganizar una parte sustancial del Oriente tradicional a su propia imagen pertenecen a una historia mucho más antigua y potencialmente mucho más calamitosa, de la que la mayoría de ellos tienen incluso una oscura conciencia».
Este largo camino ha sido jalonado de intentos de destruir la memoria y de condicionar los relatos. En esta historia de guerras y desencuentros, los frentes han cambiado y los antagonistas también. Pero Anthony Pagden pretende demostrar que hay una línea de continuidad a lo largo de los siglos en la interpretación de las diferencias irreconciliables. Y que los recuerdos históricos acumulados, «algunos razonablemente precisos, otros completamente falsos», siguen alimentando hoy el conflicto. Un conflicto que al decir de Pagden pasa principalmente por la cuestión de la secularización de la sociedad.
Alejandro el Grande, el Imperio romano, las cruzadas, Napoleón, los imperios coloniales del XIX y, ahora, Estados Unidos representan en este gran relato los intentos más genuinos por parte de Occidente de civilizar al mundo oriental, que Pagden explica con sobriedad, sin que el carácter forzosamente panorámico de la descripción mengüe el interés del lector. Pero a partir de la eclosión del islam, la historia entrará paulatinamente en un proceso de criba de actores hasta llegar al presente en que el conflicto Occidente-Oriente se ha reducido a un conflicto entre la civilización occidental judeo-cristiana y sus instituciones liberal-democráticas y la civilización musulmana. Los demás actores asiáticos han ido desapareciendo de esta confrontación. Hasta el punto de que, cuando Pagden hace sus especulaciones sobre el futuro de este conflicto ancestral e interminable, China y las otras potencias asiáticas han desaparecido por completo de la narración.
En esta coyuntura, la doctrina del conflicto de civilizaciones, de Samuel Huntington, que son siete y no dos, cada una de ellas marcada a fuego por el hierro de la religión, es el mejor estimulante ideológico para la pervivencia del conflicto. Anthony Pagden cita la respuesta de Bin Laden cuando se le preguntó si estaba de acuerdo con la idea de Huntington: «Totalmente. El Libro Santo lo dice muy claro. Los judíos y los estadounidenses inventaron el mito de la paz en la tierra. Eso es un cuento de hadas».
Obviamente el estadio actual de esta guerra interminable tiene su icono en el 11-S. Tanto desde Al Qaeda, al afirmar que su ataque a las Torres Gemelas de Nueva York demostraba que la democracia liberal occidental estaba moralmente corrompida, como desde la administración americana con el discurso de Bush sobre el eje del mal, se quiso dar una dimensión moral al conflicto: cristianos contra musulmanes. Y de hecho los cristianos de países de religión islámica están sufriendo las consecuencias.
Anthony Pagden, para cerrar el libro, vuelve a Heródoto: lo que había diferenciado a los griegos de los persas era «una forma exclusiva de organización política, la isonomía (el orden de igualdad política)», y son «los principios fundamentales de la isonomía convertidos ya en democracia liberal moderna los que definen más que ninguna otra cosa Occidente, tanto para los musulmanes como para los no musulmanes». Occidente actúa conforme a tres ideas que, según Pagden, confunden sus estrategias: la idea de que todo el mundo quiere la libertad individual, la idea de que la democracia es algo natural, y la idea de que todo proceso democrático debe conducir necesariamente a la creación de una democracia liberal burguesa. Con estos prejuicios de partida, la democracia sólo puede exportarse a golpe de pistola. Sisífico empeño, como demuestran las experiencias de Afganistán y de Irak.
Para Pagden, la cuestión clave es la secularización, la separación de la religión y del Estado: «Al final esto es lo que diferencia a Occidente, y a la mayoría de las sociedades actuales del mundo musulmán, de lo que harían de ellas los islamistas». Y hoy el islam, en muchas partes del mundo, se ha convertido en «una religión de protesta y resentimiento, en gran parte comprensible, en parte justificable, pero en el conjunto estéril». Pero en el terreno del fundamentalismo no puede decirse precisamente que Estados Unidos vaya a la zaga, en un momento en que el fundamentalismo cristiano ha emprendido su particular cruzada contra el presidente Barack Obama, al que intentan colocar un aura de sombras islámicas.
Lejos del sueño de la convivencia entre israelíes y árabes que se hundió definitivamente con la guerra de los Seis Días, lejos de que la secularización crezca a ambos lados, cuando la derecha americana y parte de la europea apelan a la restauración moral, las fronteras del conflicto se difuminan: los musulmanes habitan las periferias de las metrópolis europeas. Y encuentran en el islam un hogar cultural y una justificación para el odio cuando se sienten excluidos y maltratados.
A pesar de las dificultades, no todo es negativo en la convivencia de los musulmanes con los europeos. Viven en condiciones difíciles y, a menudo, humillados por unas clases medias europeas que proyectan su inseguridad en el racismo y el desprecio al paria y, sin embargo, la mayoría asume paulatinamente los modos de vida de los europeos. Al Qaeda tiene capacidad de aterrorizar y con la ayuda de sus enemigos consigue que su discurso esté siempre en primer plano. Pero su capacidad de movilización de las sociedades islámicas es escasa y la idea de que el mundo árabe pueda unirse a ella en una guerra contra Occidente es pura fantasía. Al Qaeda es un problema más grande para los países musulmanes que para Occidente.
No obstante, Anthony Pagden concluye en clave pesimista: «Mientras haya quienes insistan en que debería existir, el antiguo combate entre Oriente y Occidente continuará existiendo. Puede limitarse, de momento al menos, a ataques terroristas y brotes de manifestaciones públicas de odio, pero no será menos agrio, ni a la larga menos infructuoso, de lo que ha sido durante los dos últimos milenios». ¿Pesimismo de la razón o simetría estética al poner el the end a su fantástica superproducción? Podría ser, sin embargo, que fuera el carácter impreciso conceptualmente de los propios conceptos de Oriente y Occidente lo que provoque la desazón final que puede sentir el lector.
Ciertamente, los conflictos se hacen eternos cuando hay voluntad e interés en que se perpetúen. Occidente ha reencontrado en el mundo musulmán el papel de enemigo contra el que cohesionarse ideológicamente que dejó vacante el hundimiento de los sistemas de tipo soviético. Y el antioccidentalismo es muy rentable para que los autócratas y los teócratas islámicos mantengan sometidas a sus poblaciones. Probablemente, Pagden comete un error muy común entre los dirigentes occidentales: centrarse en los verdugos y olvidar a las víctimas, fijarse en Al Qaeda o en los ayatolás y no reconocer a los miles de ciudadanos de sus países que buscan la libertad, se la juegan para defenderla y esperan de Occidente complicidad y no la absurda pretensión de imponer los derechos humanos a punto de pistola.